BARCELONEANDO

Blancas juegan y dan mate

Rápido Gabi, un taller remendón en Les Corts, esconde a un hábil ajedrecista

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Olga Merino

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Al paseante que transite por la calle de Les Corts no le pasará desapercibido el escaparate del número 20, el del Rápido Gabi. No solo porque ya es bastante difícil encontrar un buen zapatero que te cosa la puntera de una bota, sino también por el tablero de ajedrez tras la cristalera que invita al viandante a hallar la solución de la jugada y a discutirla con el artesano. En el problema planteado esta semana, las blancas mueven y dan mate.

         Gabriel Rodríguez, que así se llama el dueño del establecimiento, cambia la disposición de las piezas sobre los escaques con un nuevo enigma cada tanto, según la faena, que estos días es mucha por las prisas festivas de última hora. De manera que satisface la curiosidad preguntona de la cronista atizando martillazos a un mocasín en un yunque de zapatero, que en realidad se llama bigornia, una bella palabra recién descubierta. ¿El ajedrez? Fue su tío quien le enseñó a jugar en Montevideo cuando contaba 9 años; el oficio, su padre. Una familia de gallegos orensanos emigrados a Uruguay.

Un tablero en el escaparate como reclamo plantea un problema que viandantes y vecinos se animan a resolver

         El interior del taller huele a betún y cuero viejo. Afuera, en la calle, el sol de invierno cae oblicuo sobre las casillas del tablero. Un grupo de currantes, camino del menú de mediodía, se detiene frente al escaparate; uno de ellos sugiere mover el alfil, y enseguida reemprenden la marcha. Entra gente, sí, la mayoría a pegar tapas o a reponer una copia de la llave extraviada, pero otros muchos con la solución al rompecabezas: chavales de la ESO, socios del cercano club de ajedrez de L’Espiga o vecinos que se enrocan e invitan al cortado en el bar de al lado.

         A mediodía, el zapatero aprovecha el rato de la comida para disputar una partida rápida con un amigo de los que saben de verdad, sobre todo miembros del club de ajedrez de Bellvitge, en cuyas filas Gabriel compite una vez al año en la liga catalana. Aunque él dice que es solo un aficionado que se toma las cosas en serio, lo cierto es que en una balda del taller se acumulan los trofeos que ha ido cosechando con el tiempo.

         La historia comenzó cuando el artesano instaló su tabuco de remendón en el barrio, hará unos seis años, a finales del mes de noviembre. Como se acercaban las pascuas, puso un árbol de navidad sobre una mesita revistera para adornar el escaparate, pero, pasada la festividad de Reyes, el mueble le estorbaba. ¿Qué hacer? Pues se le ocurrió colocar encima un tablero de ajedrez en una ingeniosa táctica de márketing casero que, a la postre, le ha servido para atraer clientela y socializar.

         Lo que más llama la atención es el cartel a los pies de los escaques que, como una admonición bíblica, zarandea al transeúnte: “Cuando el juego termina, rey y peón vuelven a la misma caja”. ¡Ah, qué gran sentencia y con qué frecuencia se soslaya! Al final de los afanes, de aquí nadie sale vivo, sino en una cómoda caja de pino, con más o menos barniz.

Un cartel recuerda la sabiduría de que peón y rey regresan a la caja al final del juego

         En verdad, el ajedrez se parece a casi todo. Al amor, a la guerra, a la política, a la misma existencia... Hay quien vive a la defensiva y quien sale a comérsela a pecho descubierto. En el camino de la vida, donde tantas suelas se desgastan, uno se encuentra con pobres peones aislados y a veces con damas hábiles, de las que esconden mucha trastienda. Casillas blancas, casillas negras, las luces y las sombras. Los buenos ajedrecistas saben cómo se parecen los síntomas de una final de Gelocatil, de esas de estrujarse los sesos, a los que a veces suscitan las situaciones límite del vivir. Taquicardia, angustia, las uñas mordidas. Como en la vida, a veces conviene un gambito para salir adelante; o sea, sacrificar una pieza para obtener una ventaja táctica en el tablero.

         Por eso, por su complejidad, el juego del ajedrez es también un motivo literario al que se han asomado muchos de los grandes, Nabokov, Dostoyevski, Stefan Zweig… Vivir, caminar, jugar. A veces, se parecen bastante.