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Las patatas del Onubense

De las patatas bravas se habla mucho, pero ningunas como las de este bar de Sant Adrià, que ni siquiera son bravas

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Javier Pérez Andújar

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Mucho se ha hablado de las patatas bravas de todos sitios. Como las del bar Onubense no ha habido ningunas, porque ni siquiera eran bravas. Eran otra cosa. Las hacía otra mujer. Procedían directamente del centro de la tierra. La nuera sigue haciéndolas y saben igual, y para quien no vio aparecer aquellas patatas en una bandeja de aluminio camino a la terraza, en una plaza que ni era plaza; para quien no conoció aquel bar entonces, no va a haber diferencia alguna. La mujer murió hace unos meses, nos lo contó el hijo detrás de la barra, detrás del grifo de cerveza mientras nos llenaba unas cañas, y le dimos ese pésame lejano y modesto de cuando no se sabe qué decir más que una frase hecha. Es ese alejamiento de tanto tiempo sin volver a los sitios, y la tontería de preguntar por curiosidad para entonces darse en todo el morro con que la realidad es siempre peligrosa y no cuenta con nosotros para nada. Ahora no podría escribir aquí el nombre de aquella mujer, es imposible acordarse de lo que nunca se supo. Y mira que se ha impuesto este eufemismo, basta con ver la televisión para darse cuenta de la cantidad de veces que se dice “no me acuerdo” con la intención de ocultar un “no lo sé”.

Era una mujer entrada en carnes, carne humana y carne de cañón, de moño y mandil, igual que las bailaoras de bulerías que van en los cuadros flamencos más auténticos, más típicos, más profundos. Pensando en ella me acuerdo siempre de las bailaoras de Jerez, de la legendaria tía Juana la del Pipa, con su clavel blanco, y el mantón blanco y el encandilamiento blanco de sus pololos mientras removía con los pies la sal de la tierra.

La cantidad de veces que se dice "no me acuerdo" con la intención de ocutar un "no lo sé"

La dueña del Onubense le daba también su punto de sal a las patatas partidas en mitad lo mismo que las patatas al horno, abiertas como panecillos abiertos. Pero para pan, el de las rebanadas de pan de payés untado de alioli duro y puro, alrededor de la bandeja. El alioli es la más severa de las órdenes religiosas. Tiene la austeridad de los franciscanos y el fuego de los dominicos. Existía una relación entre el suelo de tierra de aquella terraza cuando llovía, los grumos del barro, y los burujos del alioli extendido sobre el pan, blanco como el clavel de una gitana de fiesta. Todo lo que sabemos hacer es representación de la vida. El bar se lo quedaron la nuera y un hijo, y los padres y el otro hijo, al que yo conocía mejor, un poco mejor, pues éramos del mismo tiempo, se fueron hace muchos años a Trigueros, a Huelva. No me sorprendió que Manolo se marchase a Trigueros pues lo llevaba escrito en el color de su pelo. Tocaba bien la guitarra, o medio bien, porque tocar bien quedaba para Paco Cepero, pero ese era un nombre mitológico. Nunca lo íbamos a ver por Sant Adrià, o por San Adrián, como se decía entonces. Quien sí tocaba de maravilla era el Gran Justo, que vivía en las casas de la Catalana, al otro lado del río, con su familia gitana. Tenía un chorro de hermanos. Justo Fernández tenía también una guitarra de tono rojizo, que llevaba en un estuche fuerte y negro, con hebillas igual que las maletas. Cuando le veía pasar así, solitario, por el puente del Besòs, los pantalones acampanados, la melena, la raya en medio, entendía que el flamenco era un viaje interminable, una emigración a través de los siglos, un ir desde la India remota hasta el sótano de un bar en los bloques de las afueras de Barcelona. Unas inundaciones se llevaron las viviendas de los gitanos de la Catalana a finales de los setenta, y el primer alcalde democrático los cobijó en instalaciones municipales, en la piscina, en la planta última del ayuntamiento... En aquella época la política, la democracia, salían de la misma tierra que pisaba la gente.

La peña flamenca del sótano del Onubense se juntaba los domingos a partir del mediodía. Currantes con traje. Era el mismo traje de clase obrera que llevaba Toni Manero, porque Fiebre del sábado noche también hablaba de que un traje es todo lo que puede comprarse quien no se puede comprar un coche, o un apartamento, o un billete de avión.

La peña se juntaba con el mismo traje de clase obrera que Toni Manero

Nosotros no llevábamos la guitarra a la manera del Gran Justo, como un profesional, ni la llevábamos al pecho al modo de los rumberos, la llevábamos al hombro como un fusil pacifista. Seguro que lo habíamos sacado de alguna película de hippies o de vagabundos. Cuando mis vecinos querían ser John Travolta, yo aspiraba a ser Woody Guthrie; no me daba cuenta de que había más traición de clase en lo mío que en lo de ellos, porque, lo dijo McLuhan, el medio es el mensaje. Fue Manolo quien me enseñó a tocar las canciones de Triana. Aquel grupo significaba el punto aleph que dice Borges. Allí se concentraba todo: el viaje de nuestros padres, la guitarra eléctrica, fumar canutos en la calle. En frente del Onubense, al otro lado de la plaza, estaba el cuartel de la Guardia Civil. Una vez fui a sellar la cartilla militar y un guardia me dio cuarenta pesetas y me pidió que le trajera un cortado del bar. No volví a sellarla. Tampoco volví al bar, pero esta fue otra guerra.