HALLAZGO DE UNA PIEZA ÚNICA

Una placa de anticuario recuerda que Sant Jaume fue la plaza de la República

zentauroepp40340672 republica170929180359

zentauroepp40340672 republica170929180359 / periodico

Carles Cols / Barcelona

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La plaza de Sant Jaume no es en realidad muy anciana. Cartográficamente nació en 1823, cuando fue demolida la iglesia parroquial de Sant Jaume, que ocupaba ese solar desde tiempos del medievo y que a su manera había borrado el rastro de que aquello fue antes el centro de la antigua Barcino. Así que, cuadrada y menuda como es hoy, no es, pues, muy añeja, pero en menos de 200 años ha tenido ya tres nombres distintos. Dos son fáciles de recordar. El actual, Sant Jaume, y el que durante 137 años fue evidente porque había una placa en la fachada del Ayuntamiento de Barcelona que lo recordaba, de la Constitución. No se refería a la Constitución actual, sino a la de 1837. El alcalde Xavier Trias ordenó retirarla en el 2013, por anacrónica o por si alguien se confundía. Su tercer nombre a veces de olvida. De la República. Una placa de esa etapa, entre 1931 y 1939, acaba de ser rescatada del baúl habitual de la historia, o sea, de un mercadillo de antigüedades. Como siempre en estos caso, la aventura tiene su qué.

El protagonista de esta historia es la placa, por supuesto, esmaltada en azul ultramar oscuro y con letras blancas, bien conservada, pero el coprotagonista es Xavier Brull, exsubmarinista profesional, que vive a caballo de Cerdanyola y L’Ametlla de Mar. Hace una semana, en una de sus habituales excursiones de fin de semana en busca de esos ‘marché aux puces’ que de forma itinerante recorren Catalunya, fue a parar a Igualada. El amor a primera vista debe ser algo así. Ahí estaba la placa. Como 'indepe' que es, la imaginó en el salón de casa. Por supuesto que la república a la que se refiere la señal es otra, pero pensó que, recontextualizada, merecía la pena preguntar por el precio. Ya la imaginaba en el salón de casa. Le pedían 400 euros, un susto. Se fue, pero llegada la hora en que los anticuarios recogían la mercancía, regresó.

Brull logró una pequeña rebaja en el precio, probablemente porque sintonizó ideológicamente con el vendedor, Josep Maria Sala. No sabía aún qué tenía realmente entre manos. Lo mejor estaba por venir.

El pueblo de Companys

Sala le contó las peripecias de la placa. Le dijo que alguien la rescató en 1939 de un vertedero en el barrio de Sants. Fue, probablemente, una pequeña heroicidad. Barcelona se rindió a las tropas de Franco a finales de enero de 1939. Hacía un frío de narices y más que haría durante años. Ese alguien la encontró y se la llevó, bien escondida, porque una nostalgia así podía costar muy cara. Desde entonces, según le contó Sala a Brull, la placa ha permanecido dormida en El Tarrós, casualidades de la vida, el pueblo natal de Lluís Companys, que tantas veces en vida debería haber pasado frente a ella camino de su despacho.

Sala no sabía, cuando se la vendió a Brull hace una semana en Igualada, a qué plaza se refería exactamente la placa. Suponía equivocadamente que a una plaza de la República del barrio de Sants, porque allí estaba el vertedero, pero en ese barrio no hubo jamás una plaza con ese nombre.

De 1931 al frío enero de 1939

En busca de una pista, Brull ha terminado por conocer a Josep Bracons, responsable de las colecciones del Museu d’Història de Barcelona (Muhba), con quien cree haber atado cabos. Por sus acabados y por el lugar en el que fue hallada, parece ser, con escaso margen para el error, una de las como mucho cuatro placas que se colgaron en la plaza de Sant Jaume en 1931 (porque todo lo santo y beato estaba mal visto, hasta el punto de que Sant Feliu de Llobregat pasó a llamarse Roses de Llobregat) y que probablemente fueron de las primeras en ser descolgadas cuando las tropas franquistas entraron en la ciudad. La caída de Barcelona, aunque sin batalla, fue un pandemónium. El último alcalde de la ciudad, Hilari Salvadó, estaba aún en su despacho cuando las primeras tanquetas italianas ya estaban en el paseo de Gràcia. Cuando Salvadó llegaba a la frontera con Francia, las placas tal vez iban ya camino del vertedero.

Como pieza de museo, este tesoro que Brull guarda literalmente entre paños, tiene el valor que se le quiera dar. Sentimental, por supuesto. Pero también arqueológico. Barcelona ha descubierto muy tarde el placer de conservar piezas como esta. El Muhba tiene muy pocas en su colección, la mayoría de mármol, con perfiles lobulados. Una es la placa de la calle de Lledó, valiosa porque, junto a Mercaders y Montcada, esta fue una de las vías más cotizadas inmobiliariamente en la Barcelona medieval. Otra es de la recóndita calle Metges. Bracons recuerda de memoria una tercera placa, sobre todo porque le trajo de cabeza durante unos cuantos días. Es de la calle Prim, que no había manera de situar con precisión en el mapa de la ciudad. La razón era que desapareció en 1907 engullida por la calle de Aribau. Estaba en Sant Gervasi. Aribau terminaba abruptamente poco más allá de la Diagonal, cuando se daba de bruces con la pared de un convento. Desaparecido el edificio religioso, desapareció también la calle dedicada al controvertido general.

Ese desapego por el pasado es una dolencia que no se ha sanado hasta tiempos muy recientes. Aunque infames por lo que representaban, tampoco las placas del nomenclátor franquista han sobrevivido en su mayoría. Que General Mola era un fragmento del actual paseo de Sant Joan lo recuerdan casi exclusivamente quienes ya han cumplido medio siglo. De la plaza de la República no se acuerdan ni siquiera los ochentones.