LA CARA B DE BARCELONA

Expulsados por el turismo

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Helena López / Barcelona

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"¿Cuántos años tengo? No lo sé... Nací el 24 de diciembre de 1944". Pese a la duda inicial, Fernando Hernández tiene la cabeza en su sitio. Simplemente no se para nunca a pensar cuántos años tiene. ¿Para qué? Fernando ha sido siempre un alma libre. Habla despacio. Tranquilo. Tiene la mirada triste, quizá cansada, y agradecida. Agradece que le hayan ofrecido plaza en la residencia, y para demostralo, se presta a hablar con la prensa; a explicar su historia, pese a ser, como mínimo a estas alturas de su vida, un hombre solitario de pocas palabras.

Fernando ha vivido siempre a su manera y lo sigue haciendo, pese a los condicionantes obvios de su débil salud y la avanzada edad. Fuma en la calle, en un banco situado en la puerta del centro, a un paso del recinto modernista de Sant Pau, donde le gusta pasar los ratos "para no sentirse encerrado", cuenta. "Yo nunca he estado en la cárcel -señala-, me gusta la libertad". La residencia en el 200 de Sant Antoni Maria Claret, para la que Fernando solo tiene buenas palabras, dista mucho de ser una prisión, pero a su llegada, acostumbrado a no tener reglas ni horarios, la vivió como tal. Ya lleva tiempo allí y está adaptado. Sabe, además, que no tiene alternativa.

Jefe de cocina de profesión -así se presenta-, Fernando trabajó en Mallorca, en Salou, en Eivissa... "haciendo la temporada". Nació en el barrio de Santa Caterina y vivió mucho tiempo "en la zona del Paral·lel". En los últimos años vivía en la pensión Tarrasón, en el 101 de la calle de L'Hospital, conocida por todos, tanto en los servicios sociales municipales como en entidades que trabajan con personas sin techo, ya que era una alternativa a la calle. Una de las pocas que quedaba. Cerró el pasado diciembre, como tantas otras habían hecho en los meses y años anteriores, para reorientarse al turismo y reconvertirse en hotel.

El adiós a una ciudad oculta

"Había personas que hacía años que no salían de allí. Recuerdo los últimos días, cuando tuvimos que ir sacando a la gente. La burbuja turística no entiende de necesidades sociales y todos los que allí encontraban un techo se quedaban sin ese último recurso. Fernando era uno de ellas", explica Glòria Navarro, responsable del programa Servei d'Atenció d'Urgències de la Vellesa (SAUV) del Ayuntamiento de Barcelona, programa que ofrece plazas geriátricas de urgencia -de hoy para mañana- a personas mayores solas o sin recursos que, de un día para el otro, se encuentran en una situación de dependencia. El año pasado atendió a más de 700 personas.

Fernando no solo era vulnerable por vivir en una de las últimas pensiones de Ciutat Vella que servía de albergue para personas como él. Además era un hombre mayor que en los últimos años se había descuidado mucho. No comía. Le habían operado de un cáncer de colon y fue ingresado con un cuadro de desnutrición. Al salir del hospital era evidente que no podía volver a la calle, la pensión en la que vivía había cerrado. Su edad y vulnerabilidad tanto económica como clínica, le hizo acceder a una plaza geriátrica del SAUV.

Para casos difíciles

Ester Sánchez, responsable del Programa de Suport a la Persona de Arrels, conocía también muy bien la pensión del 101 de la calle de L'Hospital en la que vivía Fernando. "Hace años no solo había esa, había siete u ocho en todo el barrio y eran un recurso que utilizábamos con frecuencia para personas en una situación de calle muy crónica, que por su realidad no podían adaptarse a las normas de un albergue municipal. En las pensiones podían entrar y salir cuando querían, tener a sus perros y consumir, si consumían. Era un recurso muy laxo, muchas veces el único que aceptaban las personas que llevaban más años en situación de calle", indica la responsable de Arrels, quien tampoco quiere idealizar ese tipo de pensiones. "Eran en muchos casos lugares donde era habitual encontrar humedades, chinches y ratas", describe la mujer.

Coincidiendo con el cierre de la Tarrasón, en diciembre del año pasado, Arrels abrió, también en el barrio, lo que bautizaron como Piso Cero. Un espacio pensado para esas personas que la desaparición de las pensiones dejaba sin alternativas, con cero exigencias (de ahí el nombre). "Es un espacio sin normas, donde pueden hacer lo mismo que harían en la calle, pero bajo techo. Desde que abrió han pasado por él 30 personas.