BARCELONEANDO

Un puñado de morralla

Pescadores jubilados aguardan de buena mañana la llegada al muelle de las barcas del cerco

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Olga Merino

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Las gentes de las fábricas, del campo, del mar tienen tan arraigado el hábito de levantarse temprano que, aun cuando se retiran o las circunstancias se encarguan de hacerlo, el cuerpo les sigue la inercia del despertador para los restos. Será por eso que, antes de las seis de la mañana, ya se arraciman los primeros marineros jubilados en el muelle de los Pescadores, donde la Torre del Rellotge, para aguardar la llegada de las barcas de cerco.

Vienen cada día. Por costumbre. Por pasar el rato. Por pegar la hebra con viejos compañeros de cuitas (“¿qué te cuentas hoy, capitán de navío?”). Hay quienes llegan con bolsas, del Alcampo, del Mercadona, o con un cubito de plástico donde recogerán la propina que les entregue algún patrón, un puñado de pescado, de morralla para el almuerzo o para el trueque, una costumbre antigua y solidaria —las pensiones del gremio son escasas— que aquí, en la Barceloneta, es ley.

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Sólo el reflejo cambiante de la luz sobre la superficie del agua da cuenta de que el tiempo transcurre en la espera encharcada. Todo es espera en esta hora de la mañana: aguardan los jubilados, los gatos hambrientos, los currantes de la lonja y los hombres, tres o cuatro, que en el mismo filo de la dársena echan el anzuelo con un boquerón ensartado para trincar algún pez distraído. Todo es espera pero nadie mira el reloj.

PALABRAS DE MAR

Un pescado muerde el cebo. “No, no tienen sabor a gasoil porque cogen los que nadan por el fondo”, aclara Vega, nacido en Cádiz hace 76 años y emigrado aquí, a las barcas de aquí, en los primeros 60. Habla con las palabras del mar, poniente, quilla, barlovento, y conoce los nombres de cuantas criaturas acuáticas van cayendo en la caja de porexpán de uno de los pescadores del hilo: jurel, palometa, titolero.

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“¿Tú has visto la serie esa de la tele, la de la monja?”. Vega, que es apellido, se refiere a ‘Perdóname, Señor’, de Tele 5, que sucede en su tierra natal, en Barbate, y le invita a recordar las fatigas de los años 50, cuando el pueblo era solo “pescado y moscas” y los caciquillos ponían trabas a la industrialización de la zona porque robaba tripulación a los barcos y encarecía los jornales. “Aquí, en cambio, nos ganamos bien la vida hasta las Olimpiadas del 92”, dice. Mires donde mires, parece que haya un antes y un después de los Juegos en la educación sentimental de la ciudad.

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Pasan unos minutos de las siete cuando en la línea del horizonte, junto al hotel W y el dique donde ahora reparan megayates de lujo, asoma el ‘Segre’, la primera de las barcas del cerco en arribar. Ha salido a las diez de la noche y, tras navegar un máximo de 40 millas (60 kilómetros), regresa con pescado azul —la sardina, el boquerón, la caballa—, pero antes de que descargue la primera caja de escamas de plata entre el hielo, Vega ya sabe que trae poca carga. Según el dicho marinero, “mucha luna, poco pescado”.

LAS NORMATIVAS DE BRUSELAS

Enseguida llegan también la segunda y la tercera embarcación, cuyas capturas se subastan a los mayoristas en la lonja contigua bajo la supervisión del patrón mayor de la cofradía, José Manuel Juárez. Anda el hombre preocupado estos días por las normativas de Bruselas, porque la burocracia ciega pretende equiparar la pesca sostenible de bajura, la suya, con la de esos barcos industriales que no regresan a puerto hasta que tienen la panza bien llena, vete a saber cuántos días después.

Ya son muchas las afrentas en un submundo tocado y vulnerable, que ha ido perdiendo terreno frente a la autoridad portuaria, en un sector donde no hay salarios fijos ni pagas extra, sino semanadas “a la parte”: tanto se pesca, tanto se gana, en un reparto igualitario desde el patrón hasta el último de los mozos. Si no hay capturas, regresan a casa de vacío; otra noche perdida. Así van subsistiendo día a día las 34 barcas que resisten en la Barceloneta, entre las del cerco, las del trasmallo y las del arrastre (la gamba, el langostino, la cigala). Hace 20 años, superaban el centenar.

Las barcas sobrevivientes aquí conservan apelativos con un regusto familiar, de otro tiempo, de inocencia perdida —‘El Paralero, Hermanos Parrones, Encarna y Miguel’—, mientras que significativamente el yate que están reparando en el dique de enfrente se llama ‘Samurái’. Los números cantan; los nombres de las cosas, también.