La Modelo en los tiempos del tifus

Tres hombres encerrados en su día por motivos políticos regresan a la vieja prisión barcelonesa y desgranan sus recuerdos carcelarios

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MAURICIO BERNAL / BARCELONA

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Por el supremo poder que tienen los espacios físicos de sacudir recuerdos, nada más cruzar la puerta de la Modelo David Castillo se queda mirando al patio, sonríe y dice: «Aquella vez fue muy gracioso porque nos pusieron aquí y éramos la tira, de hecho nos trajeron porque no cabíamos en las comisarías de barrio. Me acuerdo que salió el director y gritó: ¡Estos no caben!». Al poeta y novelista barcelonés, hoy editor del suplemento cultural de 'El Punt Avui', no lo encerraron entonces, pero sí al año siguiente, en 1980, como a muchos en la época por sus vínculos con el anarquismo. Pasaría tres meses en prisión. «Recuerdo la primera pintada que leí en la cárcelDecía: 'Vive ayer que hoy es tarde'», sigue contando, y luego recuerda que había una epidemia de tifus y que los llevaron a todos al sótano, donde los fumigaron y les inyectaron «algo» en el hombro. «Algo contra el tifus, supongo, espero». Es un poder supremo, el de los lugares. Hace que los recuerdos se agolpen.

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Como es un poder que no discrimina, allí mismo, en el patio, Enric Cama lleva a cabo su propio ejercicio memorioso. Primero saca un libro, un ejemplar de 'La España del siglo XX', de Manuel Tuñón de Lara, el historiador comunista, y dice que es de esa época, y que lo encontró en su celda, la 402, en la cuarta galería. No parece nada del otro mundo hasta que lo abre por la primera página y enseña el nombre escrito en una esquina. «Javier Garriga Paituví», recita con devoción. «¡Hostia! ¡El Garriga Paituví!», exclama Castillo, a su lado. Era el 21 de julio de 1973. En el número 70 de la calle de Girona, en Barcelona, Garriga Paituví era detenido junto a otro miembro del Movimiento Ibérico de Liberación que pasaría luego a la historia: Salvador Puig Antich.

MENSAJES EN MORSE

Era 1974, julio, cuando Cama fue detenido por pertenencia al PSUC. Sufrió cuatro días de interrogatorios en la comisaría de Via Laietana y luego fue trasladado a la Modelo, donde todo era «sucio, lamentable y triste». «De las primeras cosas que hice fue pedir permiso para pintar la celda. '¿Pintar la celda?', me dijeron. '¿Y para qué quieres pintar la celda?' 'Pues para estar más cómodo', dije yo. Y me dejaron. Mi padre me trajo la pintura, era un verde muy majo, recuerdo». Cama es un extraño caso de 'aquello en el fondo no estuvo tan mal'; no después de cuatro días en la comisaría de Laietana. «Me dieron muchas hostias», dice. «Comparado con eso, esto fue un balneario. Aquí pasé dos meses tranquilos rodeado de compañeros del PSUC y con un trato correcto de los funcionarios».

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Al principio, la historia de Carles Vallejo tiene el mismo aire: miembro del PSUC, detenido y torturado en la comisaría de Laietana, seis meses en la Modelo en 1971. Después no tanto. «Yo diría que lo más importante que me pasó aquí fue que participé en la huelga de hambre que se organizó ese año para reclamar el estatus de presos políticos. A raíz de eso tuve que pasar un tiempo en las celdas de castigo». La memoria, tal y como se presenta en el patio, este viernes de primavera: Vallejo recuerda que en la soledad del castigo y para no volverse loco tuvo que echar mano de esa treta que antes de ser del cine fue de la vida real, la de intentar una clave de morse con golpecitos en la pared. Invocando al de al lado para conjurar la soledad.

EL PODER DE LOS ABOGADOS

«¡La huelga de hambre, claro!», dice la abogada Magda Oranich, que ya entonces ejercía, y que llevaba -recuerda- pastillas de glucosa escondidas en el pecho cuando visitaba a los presos en huelga. Dice que entonces en los locutorios había rejas pero no cristales, y que no siempre había alguien vigilando; y que no era muy difícil pasarles esas cosas. «Para los presos era una inmensa alegría la visita del abogado. Era el principal contacto con el exterior», dice Vallejo. «Yo creo -continúa la abogada- que nuestra labor iba más allá de prestar unos servicios jurídicos. Mucho más importante que eso era el trabajo humano que hacíamos».

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Volver a la cárcel, y volver como hombres libres. Unos cuantos pasillos y rejas más tarde, en la primera galería, frente a la celda 59, donde acabó pasando un par de meses hace 37 años, y luego en el interior, tras una rápida inspección, Castillo elabora un inventario de cambios: «Hostia, si tienen ventilador y todo», dice. Y: «Nosotros no teníamos ni ventana. Si llovía, nos mojábamos». Y: «Antes esto era vidrio». Para concluir: «La celda no ha cambiado mucho, nada más de color». Todos hablarán del color, no solo eso: todos coincidirán en que es el cambio más notable después de tantos años. La cárcel era predominantemente gris y ahora es predominantemente… crema. «Todo era sucio y gris. Incluso las celdas eran grises. El suelo era verde oscuro, y los funcionarios iban de verde oscuro también. Ahora tiene este color, igual porque da más luz», dice Vallejo. «Pero sigue siendo igual de siniestra», desliza alguien.

“Aquí me pilló un motín, un motín del 'Vaquilla' –recuerda Castillo, autor entre otras obras de 'El cielo del infierno', una novela donde recoge episodios de su paso por la cárcel–, porque yo estuve al mismo tiempo que el 'Vaquilla', el 'Torete' y todos esos. Los funcionarios nos encerraron en una celda a los cuatro anarquistas que había y ahí por poco nos ahogamos”.

UNA COLT 45 EN LA PARED

En aquella época «la ducha era una vez a la semana», recuerda Cama, y se pasaba en fila, «como en los campos de concentración». A los presos políticos, dice Vallejo, los comunes les tenían «respeto», así que rara vez se metían con ellos. La comida, como corresponde a la tradición carcelaria, «era una bazofia», y los presos la regaban con ajo picado -«era barato en el economato»- para disimular el mal sabor. En la cuarta galería, Enric recorre con curiosidad el universo vacío de su celda, la 402, y lo primero que le sale es un comentario informativo, numérico: «Éramos tres durmiendo aquí», dice. Luego se dice emocionado. Y luego explica: «Yo la veo distinta. El váter y el lavabo estaban aquí, por ejemplo». En la pared hay un dibujo hecho con bolígrafo de una Colt 45 y una carcelaria sentencia debajo: 'No hay condena que dure una eternidad'.

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Entonces, en la quinta galería estaban las celdas de castigo. Carles Vallejo no recuerda en cuál exactamente estuvo encerrado, pero recuerda todo lo demás: el morse en las paredes, por ejemplo. «Mis peores recuerdos son de este lugar. No había nada. Estaba todo vacío. Por la noche te traían un colchón enrollado, el petate, te lo tiraban, y por la mañana se lo llevaban. Había un váter al fondo y nada más». Recorre el pequeño cubículo con una mirada de extrañeza. ¿Aquí estuve yo?, parece decir. Estuvo; y no ha olvidado los detalles. «Tenías que saber que no estabas solo, entonces un día vacié el váter y empecé a comunicarme por ahí con otro preso, nunca supe quién era. Hice fichas de ajedrez con las migas de pan y jugamos una partida a través del váter». Nunca intentaron fugarse, estos presos. Lástima. Con suerte habrían escrito una página ingeniosa en la historia del escapismo carcelario.