Tres consejos para ser fakir y no morir en el intento

El primer consejo debería ser 'no lo haga', pero para quien insista, que sepa al menos cuál es el Macbeht del faquirismo

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CARLES COLS / BARCELONA

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Kirman decidió ser faquir cuando era niño, tras salir del cine. Acababan de proyectar ‘Sueños de circo’, protagonizada por Romy Schneider. Compró un manual, ‘Historia de la magia’, porque había un capítulo dedicado al faquirismo. Allí no se revelaba ninguna técnica. Esta es una disciplina en la que pocas veces el conocimiento se transmite de un maestro a un aprendiz. El faquir es autodidacta. Pero algunos consejos nunca vienen mal.

PÓNGAME GASOLINA SIN PLOMO, POR FAVOR

Lanzar llamas por la boca no convierte a un artista de circo en un faquir, pero no se es faquir sin un dominio de esta técnica. Afortunadamente, de la mano de la industria del automóvil llegó la gasolina sin plomo, una suerte para los especialistas de este número, que lo primero que anhelan es una llama limpia de humo, de colores anaranjados y, sobre todo, que no cause mareos. La 'super' era tremenda. El gasoil, no digamos. Lo ideal son las cargas de gasolina pura, como la que venden en los estancos para los encendedores Zipo. Como es un producto que no se puede embarcar en una avión, en caso de actuar en otros país, se aconseja informarse antes de qué tipos de combustible están disponibles. Kirman aún recuerda los mareos que sufrio en la República Dominicana. Dicho esto, solo queda algo más que añadir: cuidado, quema.

DEJAR LOS SABLES PARA EL FINAL

Testa resume en cuatro palabras una de las etapas indispensables para ser un fakir: controlar los actos reflejos. Lo fácil es decirlo. Hacerlo, no. Y menos aún si se pretende consumar uno de los números en los que, equivocadamente, parte del público cree que hay trampa y cartón. Es el tragasables o, peor aún, alguna de sus variantes. Es el Macbeth del faquirismo, el espectáculo maldito. La mayor parte de accidentes mortales documentados durante la práctica del faquirismo lo son por introducir espadas o vaya usted a saber qué hasta la boca del estómago. Signor Bendetti, durante la segunda mitad del XIX, está acreditado que engulló una espada con una hoja de 77 centímetros, y no era un fakir muy alto. Por eso ha pasado a los libros de historia, aunque él pretendía ser recordado por otra hazaña, el número del tragaparaguas. Al parecer, lo que logró en la intimidad de los ensayos, jamás lo consiguió ante el público. Lo dice la ciencia cuántica, la simple observación de un experimento altera el resultado. Que se lo digan al estadounidense Tony Marino. El progreso trajo nuevos objetos con los que hacer evolucionar el clásico del tragasables. Con una lámpara fluorescente, ahí es nada. El golpe de efecto es conectarla cuando la pieza cubre completamente la distancia que va del esfínter esofágico superior al inferior. Marino, en un acto reflejo, quiso devolver el aplauso del público con una reverencia. El número tuvo que terminarlo un cirujano en el quirófano.

CONOCER EL CUERPO, DOMINAR LA MENTE

Detrás de la nariz hay una gran cavidad. Eso es conocerse a sí mismo, desde la perspectiva de un fakir. Vamos, que con paciencia cabe una daga. La piel es el mayor órgano del cuerpo, pero no es uniforme. Hay zonas más irrigadas de capilares sanguineos que otras. Eso también lo saben los faquires, pues suelen evitar que sus espectáculos sean sanguinolentos. Pero de nada sirve todo ese enciclopédico saber sin conocer al milímetro también la mente. Fachín sublimó esa estrategia, como demostró cuando a principios de los 80 permaneció durante siete días encerrado en una urna de cristal, siempre a la vista. “Todo es cuestión de concentración, porque si no te da un ataque de nervios”, contaba Fachín, expperto también en perforarse el cuerpo. Y proseguía: “Por ejemplo, alguna vez me he pinchado con una aguja removiendo un cajón y me ha dolido. Eso se debe a que nos estaba concentrado”.