La extinción de los faquires

Un documental del cineasta Xavier Domènech explora la cara más doméstica de un oficio que se halla en el cuello de botella de su desaparición

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Carles Cols

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A Josep Miret Quitllet, nacido en Cornellà en 1946, un jovencísimo director de oficina bancaria le preguntó cuál era su profesión. Era para un simple trámite, para un papeleo que no viene al caso. “Soy fakir”, respondió. Lo es, y uno de los grandes. Josep Miret es Kirman. Entonces, aquel director de oficina bancaria, miembro de una profesión que en los preliminares de la crisis tan eficaz se mostró a la hora de desangrar los ahorros de los pensionistas con productos de inversión cuya simple mención causa tanto espanto como un tragasables, le preguntó qué era un fakir. ¿Increíble? Que cada cual haga la prueba y pregunte al primer joven que tenga a mano. Mejor aún, a un adolescente o a un niño. Los faquires andan metidos en el cuello de botella de la extinción. No es que antes fueran legión, pero como dice Kirman, los que quedan en España se cuentan con los dedos de media mano. Por eso es una suerte que el cineasta Xavier Domènech esté a punto de estrenar ‘Fakirs’, un documental dedicado a los últimos de esta estirpe de artistas. Lo hace bajo el paraguas de la productora De Verité, un nombre muy oportuno, porque en esta disciplina no hay truco, que quede claro antes de ahondar en el tema.

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Años ha, los faquires, en su versión occidentalizada, es decir, como números circenses o espectáculos de variedades, eran parte del paisaje más o menos cotidiano. En la Rambla de los 80 estaba Shamir, que pasaba la gorra. De la misma época era Kuman, el ‘campanero’ del Bagdad de Nou de la Ramba. En escenarios menos sicalípticos triunfaba Fachín, un hombre capaz de comerse una radio, de postres, un par de bombillas, y hacer una plácida digestión. “Piense que hago una vida muy sana, no fumo ni bebo”, decía.

Los niños que crecían en compañía de Tintín, si fueron fieles a las aventuras del personaje, deberían conocer al menos a tres faquires, al buenazo de Cascapinchos, al malvado Los Ojos y sus dardos de radjaijah y a Ragdalam, que aunque se hace llamar fakir, era más un mentalista que hipnotizaba en los escenarios a madame Yamilah en las primeras páginas de ‘Las siete bolas de cristal’.

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La edad de oro del faquirismo, no obstante, puede que fuera durante la primera mitad del siglo XX, cuando el asombro que causaban estos artistas era virginal, porque la tele y no digamos ya las redes sociales, como sucede hoy en dia, no le quitaban ni una ápice de sorpresa al show. Admiración causaba el conquense Daja-Tarto, que se sacó el nombre, de inspiración oriental, a partir del simple anagrama de su propio apellido, Tortajada. Fue un torero frustrado que, en el clímax de su carrera, tomó finalmente la alternativa de las más abracadabrante de las maneras. Se hizo enterrar dentro de una urna en mitad de una plaza de toros. Allí estuvo mientras duró la corrida. Muertos los astados, le desenterraron entre vítores. No fue el único en realizar esa proeza. En Las Arenas de Barecelona hizo lo mismo el fakir Molist. Sí, tenía nombre de compañía de autocares de línea, pero aquel hombre saltaba en llamas y encadenado a un barreño de agua desde un trampolín, y no con un traje ignífugo, sino con un sucinto bañador.

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Los nombres de aquellos intrépidos faquires han caído en el olvido. Son como trasuntos de Walt, el protagonista de una muy recomendable novela de Paul Auster, ‘Mr. Vértigo’, que en los años de la Gran Depresión llenaba los teatros porque podía levitar, prácticamente volar, pero que cuando perdió esa facultad, como Estados Unidos su inocencia, nadie más se acordó de él.

EL HIJO DE LA ACUPUNTORA

Hay que combatir la desmemoria. Ese es uno de los méritos del documental de Domènech, director que inicialmente pretendía centrar el relato en lo que él suponía el último fakir, Kirman, pero que de inmediato derivó a un relato coral en el que estaba, por supuesto, el propio Josep Miret, pero también el ya retirado Fachín, los familiares de otra leyenda, el ya fallecido Sager, el volcán humano, y en un golpe de fortuna, Testa, un fakir joven, vecino de Ciutat Meridiana, un portento, hijo (lo que son las cosas) de una doctora especialista en acupuntura, una madre que cuando le vio por primera vez sobre un escenario no se espantó. “No me esperaba otra cosa de ti”, le dijo.

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El mérito del documental de Domènech es que no es una fácil sucesión de espeluznantes proezas, aunque alguna se proyecta en pantalla, sino que es más bien una serie de retratos personales, el fakir en zapatillas de ir por casa, tu vecino el fakir y, un poco también y fundamental, los orígenes artísticos de cada uno de ellos, un viaje a aquel día en que decidieron ser fakir y no morir en el intento.

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Por ejemplo, primera lección: no hay un manual para practicar esta disciplina. Hay libros de prestidigitación con un subapartado dedicado al faquirismo, sí, pero allí solo se explica lo que ve el público, no cómo se consigue tal o cual desafío. O sea, esta es, agárrense los machos, una especialidad totalmente autodidacta. Jaime Oms (Testa, cuando se sube al escenario) explica que una parte consiste en conocerse por dentro. Literalmente. Nada de espiritualidades o introspecciones holísticas. Literalmente conocerse por dentro. En uno de sus números, Testa se introduce una intimidante espiral de acero inoxidable por la nariz y, en un lento tránsito, la saca por la boca. Solo conoce a alguien más capaz de ello, de quien tomó la idea, el estadounidense Andrew Stanton. El ‘truco’, explica, no es más que sobreponerse a los actos reflejos corporales y, por supuesto, encontrar el punto exacto en el que las fosas nasales se comunican con la boca, que se dice pronto. Se necesita paciencia.

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De lo que quiere decir ese conocerse por dentro dice mucho, también, la célebre radiografía de Kirman, con un cuchillo introducido en la nariz que se queda a escasos milímetros de las vértebras cervicales. No hay trampa ni cartón.

Y, pese a todo ello, los faquires parecen una especie en peligro de extinción. Kirman ve en el horizonte su jubilación, lo que dejaría a Testa casi solo como único actor en escena.

Kirman (“un hombre de una gran sensibilidad”, subraya Domènech y acierta) se resiste a apagar definitivamente sus antorchas porque le gusta el calor de los escenarios. Aún le llaman de hoteles y cámpings de la costa, pero también le requiere para sus giras circenses Tortell Poltrona. Una oferta irresistible. Pero este es un mundo en transformación hacia lo inesperado. Testa da fe de ello. “He actuado en un par de bodas, por ejemplo. Y, ¡ah!, sí, me llamaron también un día de un club de intercambio de parejas”. Fue un día extraño, por el lugar y por el público, pero al menos los espectadores tuvieron el detalle de vestirse mientras duraba el show.

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Y luego están las ferias medievales. Allí Testa no tiene rival. Entre ver a alguien amasando pan y quedarse boquiabierto viendo a un fakir subir una escalera de cuchillos no hay color. “Una distracción y te quedas hecho tranchetes”, reconoce Testa. El público lo sabe, pero la sucesión de números la disfruta especialmente el infantil. A veces, quienes le contratan se preguntan si es todo aquello es apto para niños. Siempre lo ha sido. Es una pregunta de nuevo cuño. Tal vez el problema está en la mirada de los adultos. Solo así se entiende que sobre el escenario el único artista capaz de eclipsar a un fakir es una fakir, que las ha habido, aunque sean pocas. En la sexualmente represiva segunda mitad del siglo XIX, Maud D’Auldin fue una famosa tragasables, disciplina que Kirman siempre ha descartado (“un día me hicieron una endoscopia y lo pasé fatal”) y que Testa explora aún sin éxito. No es extraño. Es, tal vez, el triple salto mortal del faquirismo. Maud, sin ir más lejos, murió por culpa de un sable imperceptible pero inadecuadamente doblado.

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KORINGA

Otra fakir famosa, esta más reciente, y que se anunciaba como única en el mundo, era Koringa, que comenzó como asistente de otra leyenda, Blacamán, pero pronto descubrió que el público se fijaba más en ella que en el cabeza de cartel, así terminó por partir peras con aquel calabrés que se las daba de hindú.

Pocos se acuerdan ya de Koringa, de Blacamán, de Kuman, de Shamir, de Daja-Tarto o de Rahma-Kahn, el maño que le dio el primer y fundamental consejo a Testa cuando este decidió dejar el negocio del ‘piercing’ y explorar el faquirismo: “Chico, esto se puede hacer con la cabeza o con los cojones, no te equivoques”.

Para evitar tanto olvido, el día 28 se preestrena en los cines Maldà ‘Fakirs’, de Xavier Domènech. Un documental De Verité.