LA TRANSFORMACIÓN DE UN BARRIO

Vidas del Born

Vecinos y trabajadores del antiguo mercado rememoran el antes y el después de su cierre en 1971

CRISTINA SAVALL / BARCELONA

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El tren de gran velocidad que tardaba un día y medio en transportar las frutas de la huerta valenciana a la Estació de França; la banda del Titi, que solo atracaba a los que no eran del barrio; el burdel conocido como Can Verdura que frecuentaban vendedores y payeses; el olor de fresas del bosque, los bocadillos de atún con pimientos y mayonesa, el helado frío de las madrugadas invernales, los sacos de patatas con que los transportistas se cobijaban de la lluvia, el griterío, los carros de caballos, las balanzas, el humo de los carajillos, los almacenes donde maduraban los plátanos, las montañas de melones, las visitas de Kubala cuando buscaba bares abiertos de madrugada y las larguísimas jornadas laborales son imágenes que no olvidan los trabajadores del Born Mercat Central y los vecinos que vivían cerca de la lonja de mayoristas que desapareció hace 45 años.

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La pequeña ciudad de cristal sumergida dentro del corazón de Barcelona renace en la exposición conmemorativa 'Born. Memòries d’un mercat', que hasta el 26 de noviembre se exhibe en el mismo recinto con esqueleto de hierro que albergó las 155 paradas de frutas y verduras. Vicente Alós (Barcelona, 1937) Alexandre Pujol (Barcelona, 1928), Lluís Soler (Alzira, 1937), Josefina Carrascosa (Valencia, 1940) y Aleix Clavera (Barcelona, 1951) recuerdan sus días de juventud en una época en la que la Ribera giraba alrededor de este mercado de abastos inaugurado en 1876, que terminó apropiándose del nombre del barrio, rebautizado popularmente como el Born.

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ALMACENES Y PISOS VACÍOS

Alós, que llevó la contabilidad en varias paradas, cuenta que muchos propietarios mayoristas dejaron a finales de los años 60 y a principios de los 70 de vivir en el Born, cuando trasladaron sus paradas a Mercabarna. "Se fueron a vivir a la zona de Francesc Macià, General Mitre y Capità Arenas. Muchos pisos del barrio quedaron abandonados", rememora Alós. Clavera, propietario de la histórica tienda de ultramarinos La Ribera, interviene para comentar que entonces a nadie se le pasó por la cabeza que el Born se convertiría en un barrio de moda reclamado por los turistas que visitan la ciudad. "No se nos ocurrió comprarlos", lamenta.

Los antiguos almacenes de pesca salada y los que tenían sótanos llenos de plátanos de Canarias que hacían madurar con gas, también se fueron vaciando. "Hoy son 'boutiques' de diseño con alquileres vertiginosos", asegura el administrativo que sigue siendo vecino del barrio de la Ribera, al igual que Clavera, Soler y Carrascosa.

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Ellos no se marcharon a pesar de la tristeza que se apoderó de las calles. En los años 80, todo cambió a raíz de que el ayuntamiento apostó por abrir espacios peatonales alrededor de la basílica de Santa Maria del Mar. "Al vetar a los coches, el barrio reflotó", considera Clavera.

Carrascosa, casada con Soler, dice que no podía parar de llorar el día en que cerraron el Born. "Llegué en 1961 a Barcelona después de la boda. El ambiente del barrio era como el de mi pueblo. Todos nos conocíamos. Había compañerismo y alegría", explica la vecina, que sigue viviendo con su marido en una casa con vistas al mercado. El único inconveniente que recuerda es que el pediatra no quería venir a su casa porque le costaba mucho aparcar debido a la multitud de furgonetas y camiones que se concentraban en las calles. "El médico suplicaba que ni mis dos hijas ni mi hijo no se pusieran enfermos", bromea.

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ATÚN Y PIMIENTOS

Soler era feliz cuando al final de la dura jornada, que comenzaba a las 4 de la mañana, se reunía para almorzar con sus amigos, la mayoría de veces sentados sobre cajas vacías. "Los mejores bocadillos y el 'bacallà a la llauna' más exquisito se encontraban en los bares y restaurantes de la zona", dice en recuerdo de La Verdad, de Can Manel, del Rosal, del Delfín y de Can Ton. La madre de Clavera regentaba una tienda de arenques, sardinas, bacalao salado y latas. "La gente del mercado venía con una barra de pan abierta que un dependiente rellenaba con atún, pimientos y mayonesa. Costaba una peseta", recuerda el propietario de La Ribera, comercio de la calle Comerç.

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"Y mención aparte tenía el helado de naranja de la pastelería Brunells de la calle Princesa. Había colas", señala Soler, aunque desde hace cuatro años han dejado de vender este postre porque la empresa que les suministraba el envase cerró. Pujol, hijo de un mayorista, aún no puede olvidar cuando el señor Brunells cayó por el agujero del ascensor. "Qué tragedia, y al poco tiempo un operario del mercado sufrió un accidente en el montacargas", detalla Clavera.

Otra zona de infortunios era lo que ahora es el pasaje Mercantil, paralelo al paseo de Picasso. "Lo llamábamos el Valle de los Caídos. Cuando llovía, todos los que llevaban carretillas de hierro resbalaban", cuenta Soler. "No llevaban chubasqueros. Se cubrían con sacos de patatas que se los ponían en la cabeza como la Caperucita Roja", agrega Pujol.

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Una leyenda del barrio es que el propietario de una farmacia cercana al mercado se reunía en su trastienda con sus amigos asentadores. Cuando entraba una mujer bonita para ponerse una inyección, alguno de ellos se disfrazaba de médico. Se ponía una bata blanca y un estetoscopio colgado del cuello con el objetivo de contemplar la escena de cerca. Era un mundo de hombres, en el que las pocas mujeres que trabajaban solían ser cajeras. "En la plaza se gritaba mucho. Pero había una palabra secreta que cuando se pronunciaba, todos giraban la cabeza: "Caixa". Quería decir que por el pasillo entraba una mujer de bandera", cuenta Pujol, que ayudaba a su padre cada verano.

Burdeles cercanos no faltaban, pero el preferido de los payeses y de los vendedores no estaba en el barrio, sino cerca. Lo llamaban Can Verdura y se encontraba en la calle Roger de Flor. Se mantuvo abierto hasta poco antes del cierre del mercado. Muchos comercios tuvieron que bajar las persianas cuando se trasladó el mercado. "Fue el caso de la Peluquería Mendialdua en la avenida del Marquès de l'Argentera", precisa Clavera.

LA BANDA DEL TITI

Alós menciona la banda del Titi, unos delincuentes originarios de la plaza de Sant Agustí. "Atracaban a los carros que llegaban desde el muelle o de la Estació de França. Pero jamás a nadie del barrio. Al Titi le tuvieron que amputar una pierna cuando le disparó un guardia", describe el antiguo contable, que recuerda con precisión el vocabulario propio del mercado. "No decíamos facturas sino albaranes. Los asentadores eran los propietarios de las paradas. El camàlic era el transportista que llevaba el género del mercado a la tienda del comprador. Y la chapa, una fianza que se retornaba cuando se devolvían las cajas de madera".

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"Vivíamos en la calle de la Fusina. Odiaba tener que levantarme a las 4 de la madrugada, pero el enfado se me pasaba enseguida cuando bajaba por la escalera y me llegaba ese aroma a fruta fresca, sobre todo entre marzo y agosto, la época de las fresas silvestres", relata Pujol.

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