A pachas mejor que a escote

Abundan en bares y restaurantes los letreros que impiden pagar por separado

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MAURICIO BERNAL

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La frase que desencadena todo consta de apenas cuatro palabras y casi parecen inofensivas, y puede que en algún contexto lo sean: “¿Me cobras lo mío?”. O en imperativo: “Cóbrame lo mío”. El encargado de la caja levanta la vista y descubre en un instante de horror que no es sino el primer 'cobramelomío' de una fila compuesta por una docena o más de 'cobramelomíos', que la mesa del grupo del cumpleaños acaba de dar por sentenciada la cena y que cada uno tiene intención de pasar por caja a desmenuzar alimento por alimento lo que ha consumido, para pagar en consecuencia. “Cóbrame dos cañas, media de vino, chipirones, una merluza y…  Sí: una macedonia”. Así hasta en 12, 13 o 14 ocasiones. El temple, ese atributo del que su padre siempre le dijo que carecía, el encargado lo tiene que sacar a relucir por fuerza.

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Hay sistemas nerviosos –de los encargados de caja, de los camareros– que han sucumbido tanto a la turbadora omnipresencia del espécimen como a la multiplicación de este tipo de secuencias, y por el bien de todos han decidido ponerle coto. 'Las cuentas no se cobran por separado', reza un cartel aquí; 'No se hacen cuentas por separado', dice un cartel allá. No es que proliferen los carteles, pero tampoco es raro encontrarlos, siempre en un lugar visible, a espaldas de la caja o en los estantes donde descansan los licores; en cualquier caso, en un lugar al que el dedo del camarero pueda apuntar fácilmente cuando aparezca un cliente con la intención de pagar por un tercio de las patatas bravas y un quinto de la botella de vino.

EL SÍNDROME DEL ÚLTIMO

“En diciembre vinieron tantos grupos y nos tocaron tantos que querían pagar a escote que decidimos poner el cartel”, dice Begoña Pérez, encargada del Café Rock & Roll en la calle del Torrent de l’Olla. El pago a escote está llamado a ser un instrumento de distribución de justicia económica entre comensales, al menos en teoría, pero si así fuera nadie soltaría codazos en las postrimerías de la fila para evitar llegar el último a la caja, porque es allí, porque es entonces, porque es cuando: el cajero hace inventario y al último le endosa el solomillo que nadie pagó, y los vinos, y los postres, y las cañas consumidas en la barra, al comienzo de la noche, y como todo el mundo ya está afuera fumando el pobre hombre o la pobre mujer –en realidad, es más un rol de desgraciado varón– tiene que rascarse el bolsillo y consumar la injusticia. De haberse pagado a pachas jamás habría ocurrido.

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A pachas o a escote: he ahí el dilema. “Piense en esta situación –dice Pere Barros, propietario de la Casa Pagès, en Gràcia–: es sábado por la noche, el local está lleno, los camareros están desbordados y de repente 20 personas pretenden pagar la cuenta de la mesa una por una. ¡Una por una! Eso es más de media hora del trabajo de un camarero. Además, no podemos arriesgarnos a que el último decida que no va a pagar lo de los demás, como ya nos ha ocurrido”. En Casa Pagès no hay un cartel, hay una pequeña pizarra perfectamente visible y escrita con buena letra que proclama que las cuentas no se cobran por separado. “Pero es más un comodín, algo de lo que echamos mano precisamente en esas situaciones, de desbordamiento. Si el día está tranquilo y se puede hacer así, pues bueno, se hace”.

PROFESIONALES DEL ESCOTE

Como en todo, del pago a escote también hay campeones, profesionales que llegado el momento se presentan al cajero no con una lista sino con un relato minucioso de su experiencia gastronómica: ese cuarto de ración de almejas, esa octava parte de ensalada de bogavante. El temple, de nuevo el temple: si el cajero no lo tiene, podría desfallecer. “Nos dimos cuenta de que era insostenible”, dice el dueño de un conocido local de hamburguesas, La Vespa, que puso el letrero hace un par de años, cuando llevaba otros dos abierto. “Porque nos quedábamos sin cambio, y por el tiempo, pero también porque somos un local pequeño, y una fila de 10 personas esperando para pagar nos colapsaba el lugar”. Quién sabe si no sea una tendencia, y si de aquí a un tiempo, unos años quizá, no se haya proscrito a punta de letreros la atávica costumbre. Por el camino se habrá perdido la existencia de la décima parte de unas habitas a la catalana como entidad económica, pero los sistemas nerviosos de los camareros lo agradecerán.