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Con el arte por montera

La tienda instalada en el Palacio Castell de Pons desluce las neoclásicas pinturas de Pau Rigalt

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NATÀLIA FARRÉ / BARCELONA

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Alguien dijo que no hay que sentir nostalgia por el pasado ni miedo por el futuro. Es evidente que cuando ese alguien pensó en ello no estaba frente a la esquina de la calle de Boters con la calle del Pi. De haber sido así, habría deseado hacer marcha atrás en el tiempo. Fijo. Por lo menos hasta hace un par de años. Momento en que expiró la prórroga de la ley de arrendamientos urbanos de 1994. El presente lo habría borrado de un plumazo. Rápido, rápido. Y dada la facilidad de esta ciudad por cargarse su patrimonio, posiblemente se habría pensado dos veces lo de no temer el porvenir. 

Lo que fue un  espacio noble ahora parece una estación de metro coronada con mitología

La perorata viene a cuento por el crimen estético realizado en el Palau Castell de Pons. Para entendernos, la esquina donde antes estaba la modernista filatelia Monge y la centenaria chocolatería Fargas. ¿Recuerdan? Una entrada e interior de madera modernista para la primera, y un mobiliario de más de dos siglos para la segunda. La bombonería, la más vieja de la ciudad, llevaba en el mismo emplazamiento desde 1827. Que no es poco. La esquina era bonita, comercial, pero con empaque. Ahora da grima. Es un auténtico atentado al gusto. De la madera trabajada se ha pasado a la vulgaridad de un rótulo de plástico que anuncia una tienda 'low cost'. 

Hércules, Mercurio y Minerva

Es el desembarco por estos lares  de Terranova, el llamado Primark italiano. Nada que objetar a la ropa accesible. Pero sí mucho que criticar sobre el mal tino a la hora de exponerla. Aquí la Italia del diseño brilla por su ausencia. Vale. No es la única tienda con estética, digamos, sencilla. Ni la única con las prendas amontonadas. Ni tiene la primicia de los carteles chillones con los precios a prueba de miopes. Pero sí es la única sita en Palau Castell de Pons. "Un bonito ejemplo de casa neoclásica del siglo XIX", según el buscador de patrimonio del Ayuntamiento de Barcelona, que también destaca "el importante conjunto de decoración pictórica de techos y paredes" del principal.   

Las piezas tienen  un futuro incierto por la temperatura cambiante y la iluminación directa

Y aquí reside el problema. Se han conservado las pinturas, sí. La ley obliga. Y algunos ornamentos originales de la planta noble, allí donde hasta 1940 residió la familia que da nombre al edificio, pero no se ha respetado ni el ambiente ni la decoración del espacio. Lo que antes era un palacio noble, ahora parece una estación de metro coronada con un ciclo de pinturas de temática mitológica. Existencia cuyos trabajadores, por lo menos algunos, desconocen. "¿En los pisos superiores hay más pinturas?", pregunta ingenua la mía. Y respuesta sorprendente la de la empleada: "¿Qué pinturas?". Hércules, Mercurio y Minerva, que decoran lo que antes era el salón principal, casi palidecen al oírlo.  

Su futuro es incierto. El edificio está protegido como bien de interés local. Y con él las pinturas. Pero ese nivel de amparo no exige nada más que el mantenerlas. Ni medidas de conservación específicas ni pautas de control periódicas. Así la luz deslumbrara sin problema y los cambios de temperatura y humedad son constantes. Mal asunto para unas piezas del ochocientos.

Consejero de Carlos I

Una época, como la del setecientos, poco valorada en un país con más querencia por el arte medieval. Pero que tiene grandes ejemplos de 'cases grans', las de la burguesía y la nobleza, decoradas por los mejores pintores del momento. Y también con ejemplos de grandes pérdidas. La más flagrante, la muerte bajo la piqueta, allá por la Barcelona preolímpica, del magnífico conjunto de las gestas de los almogávares pintado por Pere Pau Muntanya en la casa Pau Ramon. Las del Palau Castell de Pons no tienen tanto pedigrí, pero son testimonio de la importancia que en el siglo XIX se otorgaba a la pintura como símbolo de distinción social. Y tienen autor: Pau Rigalt, de cuyo pincel sino salieron todas, sí lo hiceron gran parte de ellas.   

No está claro quién se las encargó porque el palacio tiene historia. Y no es sencilla. Lo único seguro es que en el siglo  XVI su propietario era Miquel Mai, consejero de Carlos I, que fue parcialmente destruida en 1714, y  vuelta a levantar en 1805 por Antoni Cornet. El cuándo y el cómo llegó a manos de Antoni Castell de Pons es más difícil de precisar. De ahí la imposibilidad de saber quién fue su verdadero comitente.