No hay mañana fría con una churrería

En un país decente, en vez de rescatar bancos se rescatarían churrerías; tienen la democracia que da la calle

Churrería en la Fira de Reis de la Gran Via

Churrería en la Fira de Reis de la Gran Via / periodico

JAVIER PÉREZ ANDÚJAR / BARCELONA

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Existen dos cosas que jamás van a pasar con el tiempo: los jerséis de pico de Iceta y las churrerías. Barcelona, que ha sido siempre una ciudad con muchos humos (según las últimas estadísticas, más todavía que Londres y París, o eso ha dicho la OMS), tiene en invierno el humo añadido de freír muchos churros. Sin ir más lejos, en la feria de juguetes de Reyes que se celebra en la Gran Via, se han juntado entre Muntaner y Rocafort un par de churrerías por manzana. Y a 18 euros que iba el kilo de churros este año, compañero.

La churrería es la venus de Willendorf (por combinar arqueología y calorías) del 'food truck'. A estos expendedores ambulantes de comida para 'hipsters', los puristas del idioma les han puesto el nombre de "gastronetas"; pero, por la misma lógica gramatical, el camión de los que venden los melones tendría que llamarse "meloneta". Una churrería es un kiosco que en vez literatura de pulpa vende cultura de masa. En una churrería se compran cortezas, churros con chocolate, patatas de churrería y chuchos, como en un kiosco se compran periódicos, cromos, revistas y chuches. Tanto las churrerías como los kioscos tienen la democracia que da la calle, que es una democracia que está de paso y no va a quedarse; pero, como está muy viva, pasa todos los días.

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La nuestra es una cultura de poner urnas en la calle porque antes hemos puesto churrerías en la calle. Las churrerías nos acercan a la democracia, al bipartidismo del churro y el chocolate, y cuántas veces no nos habremos insinuado, con el silencio y la paciencia con que se hace cola ante una churrería, que el orden mundial parece cada vez más un churro. Delante de las churrerías se reproducen esa inquietud, ilusión y aglomeración puntual de los domingos, que también se perciben al ir a votar, otro de los grandes ritos que nos transforman en auténticos domingueros, sin olvidar el de lavar el coche bajo los chopos de la Conrería. La churrería es el restaurante del pobre que va andando a comer, porque nadie va en taxi a una churrería.

LA TRADICIÓN RELIGIOSA

La churrería es el sincrotrón de los países sin tecnología. Con toda la energía que generan las churrerías, se acelera, por medio de cestas con agujeros y de freidoras, la tradición religiosa, y en vez de capirotes salen cucuruchos. Cuando las tardes se hacen noche, la misteriosa luz de la churrería se convierte en un fulgor espiritual a causa de la luminiscencia de los fluorescentes disuelta entre el humo del aceite. Cada churrería en Navidad es un portal de Belén, donde se agolpa la gente atraída por la estrella de su rótulo amarillo y el ángel de llevar comida caliente entre las manos. Muchas veces, las churrerías son lo más rojo que queda en los barrios.

Precisamente, el otro día me encontré en mi barrio, somos vecinos, con el director de cine Carlos Benpar (ya saben, 'Cineastas contra magnates', 'Cineastas en acción', 'Capità Escalaborns'...). Carlos Benpar es un hombre que camina y juntos caminando nos metimos a tomar un café en el bar Fish que, como la mayoría de los de esta zona, lo lleva una familia china. (El destino del mundo, esto lo dijo Robbe-Grillet hace cincuenta y dos años, ha dejado de explicarse a través de grandes familias y de grandes individuos, lo que ha supuesto el fin de la novela de personajes). Pues, bien, resulta que Benpar venía de una churrería que hay al otro lado de la Meridiana y andaba sorprendido porque el mínimo de churros que estaban dispuestos a venderle era el doble de lo que había comprado toda la vida. Lo cual demuestra que también corren malos tiempos para el churro como individuo, y que lo pequeño, los cucuruchos más modestos, lleva todas las de perder en la era de la globalización. Lo grande no está siendo reemplazado por lo pequeño sino por el todo, y así es como llega el totalitarismo.

CIORAN Y SANT ADRIÀ

Las churrerías son casetas de tómbola donde nos puede tocar un buen churrero o un churrero antipático, como le había sucedido a mi amigo Benpar. En Sant Adrià había un churrero muy inteligente que se sacó en horario nocturno toda la carrera de Filosofía, era fan de Nietzsche, contaba las pesetas en céntimos y, en vez de azúcar, a la gente le preguntaba si quería los churros con cicuta (el veneno que mató a Sócrates). A sus clientes adolescentes nos descubría autores como Cioran (quizá por eso, en Sant Adrià tiene Cioran un mogollón de lectores). Una vez estuvo disertando toda la mañana en su churrería sobre las diferencias de afinación entre la gaita gallega y la asturiana.

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La churrería es el paraíso perdido, al que regresa de madrugada la pareja primigenia después de haber sorteado los arrecifes de la noche. Es la mesa camilla de quien, en vez de en taza de porcelana, desayuna en vaso de plástico. Es la caseta de tiro donde el blanco somos nosotros y por eso salimos de ella con lamparones de chocolate en la camisa como si nos hubieran fusilado. Es la única ventanilla donde atienden al anciano que ha sido estafado con las preferentes. En un país decente, en vez de rescatar bancos se rescatarían churrerías.