Donde los barceloneses no son bienvenidos

Hasta un sistema de detección de intrusos tiene la marina de lujo para que los vecinos de esta ciudad no se acerquen a la Barcelona que conquistaron en 1992

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Carles Cols

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"Para que los santos disfruten mejor de su beatitud, se les permite contemplar el castigo de los malditos en el infierno". Santo Tomás de Aquino, ‘Summa Theologiae'.

Que nadie huya, que esto no va de disquisiciones teológicas. Es peor. El pasado fin de semana, con motivo del 48h Open House, era posible visitar las instalaciones de OneOcean Port Vell, la marina de postín de Barcelona, un espacio que con motivo de los Juegos Olímpicos se recuperó como bulevar junto a las aguas del puerto (cayeron, tras un apasionado debate, los viejos tinglados) y que desde enero del 2015 es un club privado al que los barceloneses tienen vetado el acceso. Salvo que sean multimillonarios.

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Era, pues, una ocasión única para curiosear, aunque en todo momento sin apartarse del grupo y con la guía de la expedición (en realidad fueron tres, que se iban turnando) casi cronómetro en mano. Que fueran tres guías y no una no importa, porque eran indistinguibles. Las tres dominaban con idéntica gracia la técnica de ponerle el prefijo “súúúper..” a casi todo. “Superlujo”“Superyate”“Supervistas”“Superricos”.

ULTRASEGURIDAD

Antes de la visita (como quien repasa la Lonely Planet cuando se va de vacaciones) merecía la pena echar un ojo a la web del OneOcean Port Vell. Hay varias informaciones interesantes en ella y no debería pasar inadvertida la de las medidas de seguridad que la empresa ofrece a sus clientes. “Un equipo de guardias de seguridad”. “Perímetro cercado con un sistema de detección de intrusos integrada”. “Sensores para complementar la barrera física continua y para alertar a la seguridad de cualquier intento de acceso no autorizado”. Hay más, pero con eso tal vez basta.

'Summa Theologiae'. El OneOcean es un balcón celestial desde el que se tienen excelentes vistas sobre el infierno barcelonés. Los alemanes presumen de que tienen una expresión perfecta para situaciones como esta y que, eso creen, no tiene traducción en otras lenguas. Schadenfreude. Ese es el ‘palabro’. Se equivocan. El español ofrece el vocablo regodearse, que por cierto dice mucho de lo oscura que a veces puede ser el alma humana.

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Tras franquear la puerta de acceso, el primer edificio es el OneOcean Club. Es el restaurante. Se entra a través de una bodega acristalada que mantiene a la temperatura adecuada los vinos. Buenos caldos. El techo metalizado refleja los días soleados las aguas del puerto. Hay una terraza exterior con esas vistas de las que ya no disfrutan los barceloneses. También hay una coctelería. La decoración es de ecos marineros. Lo previsible. La barra es como el casco de un yate, las lámparas cuelgan como palos de velas… Eso, lo previsible. Y es una lástima, porque la navegación ofrece tantos y tantos matices. Aunque Winston Churchill no le veía así. “No me hablen de tradición naval. No es más que ron, sodomía y látigos”. Caray con el primer ministro. Pero esa es otra historia.

TERRAZA CON VISTAS

El caso es que la visita al selecto club del puerto de Barcelona continúa, ahora con un recorrido por las tripas del edificio The Gallery. Spa, gimnasio, un futbolín, una pantalla de televisión que quita el hipo, despachos y, escaleras arriba, una terraza (perdón por insistir) con esas vistas que en 1992 le dieron a los barceloneses y que en el 2015 les hurtaron.

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Desde allí se tienen una panorámica de 360 grados perfecta para sacar un par de conclusiones. Tras las tumbonas se puede contemplar el ‘skyline’ de la Barceloneta, una barrio, como se sabe, en mitad de una dolorosa metamorfosis, donde lo último son las pancartas en las que los vecinos le piden a los turistas que se alojen en hoteles, que los apartamentos turísticos están destruyendo el ecosistema social. La renta media anual de los residentes es de unos 15.000 euros.

Basta girar la vista en dirección contraria y ahí está Eclipse, el segundo yate más grande del mundo. Tiene nombre de película de James Bond, como de plan malvado. Va equipado con un sistema antimisiles, helipuerto (eso ya no sorprende entre los ricos) y un minisubmarno (eso si que sirve para ‘épater’). Es propiedad de Roman Abramovich, el hombre que quiso comprar a Messi. Se supone que por la chalupa pagó 810 millones de euros, una cifra que permite hacer tonterías como forrar sillones con piel de leopardo y mesas con piel de cocodrilo. Es tan alto que tapa las vistas del Maremagnum, pero eso no se lo vamos a criticar. Eso es materia para otra ocasión.