La otra cara de la Lluna

Txiqui Navarro, librero de la Lluna, en la calle Ferlandina del Raval.

Txiqui Navarro, librero de la Lluna, en la calle Ferlandina del Raval. / periodico

OLGA MERINO

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Por mucho que se llenen la boca con ella políticos de toda laya, incluidos los recién llegados, sobrevivir de la cultura y aledaños se está poniendo más difícil que cagar en un frasquito, según el verso de Juan Gelman. El poeta se refería a una relación esquinada —“nuestro amor es más raro que un elefante francés”, y tal—, pero la imagen viene que ni pintada para expresar la dificultad de la empresa. ¿Cultura? Ay, qué risa. Que se lo pregunten a los traductores, a la clase de tropa teatrera, a los cantantes líricos o a los libreros. Por de pronto, desaparece otro refugio de la cartografía barcelonesa: la Llibreria de la Lluna. Mejor dicho, se reinventa, según el eufemismo de moda.

Situada en el número 32 de la calle Ferlandina, en la parte más domesticada del Raval o Manilatown, por el arraigo de la comunidad filipina, los alrededores de la Lluna destilan un no sé qué muy de barrio, un pulso cotidiano casi de pueblo. Justo al lado del establecimiento, la peluquería de la Paqui; enfrente, el 'queviures' paquistaní y una hermosa lavandería en cuyo interior, mientras se cuece esta charla, un chico aguarda, en calzoncillos y con los zapatos en chanclas, a que la máquina termine con su colada; la novia ha venido a cambiar un billete de cinco euros por monedas. Pasa el del butano, 'adéu'. Al rato, se acerca Carles, dueño del Bar Agustí de toda la vida, con un recado. “Cuando era pequeño —dice—, en el bar teníamos las llaves de media calle, ‘nen, que ha de venir el lampista’”. Y así. 

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Uno de los encantos de acercarse hasta la librería era precisamente este fluir de gentes, el “pasaba por aquí”, el haberse instituido en punto de encuentro de amigos, conocidos y selenitas varios. Un pequeño espacio de libertad, que no es poco, donde el visitante es bien recibido, sea quien sea, justo el fenómeno inverso de lo que sucede con los volúmenes que atesora. Dicho de otra forma, la moralla libresca se queda fuera. 

Aun siendo una librería de lance, los ejemplares a la venta han seguido el cuidadoso proceso de selección de Txiqui Navarro, quien se encarga de cribar los libros de ocasión como lentejas antiguas. No se trata tanto de lotes comprados al peso, que también, como de anaqueles y bibliotecas enteras arrumbadas por los bandazos de la vida: otra mudanza, una historia de amor nueva, un ultimátum ("o tus libros o yo") o lectores ávidos, de los que leen y sueltan, leen y sueltan.

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Es muy frecuente, pues, encontrar alguna loncha de jabugo en las atiborradas baldas. Mientras centrifuga la ropa del 'hippy', por ejemplo, sin mucho escarbar, afloran a la espuma de la superficie joyitas, algún ejemplar amarillo de La Cua de Palla o un Jorge Amado primerizo, en una plantación de cacao brasileña. Al loro, porque irá habiendo liquidaciones de aquí a que el librero 'plegue', en diciembre.

'Plegar', sí, un verbo insustituible en el diccionario 'catañol' por la determinación y el cansancio que sugiere de llegar a fin de mes con las piernas temblando. La librería 'plega' porque no da para comer, y eso que el propietario del local se ha portado como un santo varón con el alquiler. La idea es que el espacio se reconvierta en otra cosa sin abandonar su intencionalidad de difusión de la cultura, aprovechando el teatrillo que alberga e impulsando un salón literario con lecturas y encuentros con autores. Se verá.

Dice Txiqui que echará de menos la vida de barrio y las pequeñas anécdotas cotidianas, como la de la señora, una señora de la vida, que le tiende un billete de 20 euros y le dice:

--Prepárame un lote de novelas.

--¿Qué te gusta?

--Que se quieran mucho. O que se maten.

Sabia respuesta, porque no hay mejor argumento literario que el amor o la muerte.