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La huella de tu larga espera

Los tacones de las prostitutas dejan una huella perenne en las fincas de la calle Robador de Barcelona

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MAURICIO BERNAL / BARCELONA

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Es una imagen tan común, tan instalada en el imaginario de la gente, que cuando a alguien le dicen “prostituta esperando cliente” lo más probable es que imagine a una mujer con poca ropa recostada contra la pared, con un pie a tierra y la pierna opuesta doblada en un sugestivo ángulo: de 30, 40 grados. Es un cliché, en el cual lo de menos es la ropa: lo que importa es ese inspirador trilátero formado por la pierna en flexión y el trozo de pared, probablemente el paradigma de la espera sexi, del que se ha hecho eco el cine, y no solo para retratar prostitutas. Ese triángulo es poderoso, y lo es en sentidos que exceden lo meramente erótico o sexual: resulta que es una pose capaz de dejar vestigios en la ciudad. Una pose con valor arqueológico. Una pose capaz de crear memoria.

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“Claro, eso es de las chicas. Están todo el tiempo rascando, rascando… Luego cambian de posición y rascan con el otro pie”. Natalia Carminati trabaja en el estudio Art Resident, en el número 37 de la calle de Robador. Conoce el lugar, los hábitos, dónde se pone cada chica, quién suele pelear con quién, y cuando dice que eso “es de las chicas” se refiere –apunta con el dedo– a las huellas verticales, abundantes, omnipresentes en todos los edificios de la calle, lo que han dejado decenios de espera sexual, de estar allí durante horas oteando a la izquierda, luego a la derecha, siempre recostadas, siempre con una pierna en uve, una primero y la otra después. Hay barceloneses nacidos hace 80 años en el barrio que tienen recuerdos de las prostitutas apostadas en la calle, esperando, y ocho o nueve o 15 décadas de tacones rascando la pared forzosamente dejan huella. “No son solo manchas, son hendiduras. La pared va cediendo”.

MASCANDO ESPERO

Quiere decir que se habrá acabado todo y vendrán los arqueólogos del futuro y encontrarán eso, unas extrañas, en cierto modo uniformes, verticales hendiduras en la pared, en esta calle y en las otras donde alguna vez hubo prostitutas esperando, y tarde o temprano atarán cabos y dirán: “Ah”. Lo cual es sin duda de la pócima de lo extraordinario. Existía aquel hostal famoso de la Rambla cuyo escalón de entrada había sido horadado por la espera, también de prostitutas, pero Robador es el súmmum. No será tan fácil en ese futuro remoto hallar huellas de la prostitución de carretera, porque allí no hay dónde recostarse, porque la espera es de otro tipo, de ir y venir, y porque la pose no es la misma: cuando a alguien le dicen “prostituta esperando en carretera” no ve la flexión de marras, no ve pared, no ve la postura sexi por antonomasia: ve, digamos, poca ropa, eso sí –siempre– y unos brazos en jarras. Robador es el súmmum. Será elocuente esta calle cuando ya no haya nadie. Hablarán sus piedras porque cientos de prostitutas habrán rascado sin quererlo la pared, una y otra vez, una y otra vez.

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Hablará el suelo, también. ¿Y esas manchas?, se preguntará alguien. Toda Robador está llena de pequeñas manchas negras y lo estará en el porvenir de los arqueólogos porque tienen el mismo aspecto de las hendiduras, de llevar años allí, de ser el producto de una paciente espera. “Es que se pasan el tiempo mascando chicle. Tiran el chicle, lo pisotean todo lo que pueden y enseguida se meten otro en la boca”. Aquí hay que hablar por miles también: miles de chicles mascados por miles de prostitutas durante miles de horas esperando clientes, miles de chicles tirados al suelo y miles de chicles pisoteados, por qué razón, no se sabe, hasta la extenuación. “Yo he intentado sacarlos de ahí –dice Carminati–, con espátula, con un montón de productos, y nada”. Arqueológicamente van camino de la fosilización: fundidos con el pavimento, negros, ya imposibles de remover, dispuestos a perdurar tanto como la hendidura de un tacón.