Atrape un fantasma

Un 'tour' nocturno por Sant Pere, Santa Caterina y la Ribera incluye conventos encantados, paredes con caras a lo Bélmez y rincones donde alguien ha gritado: "¡Un fantasma!"

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ANA SÁNCHEZ

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“Aquí se ve una cara”. Una mujer señala una pared de piedras desierta. “Y ahí hay otra”. Lo dice con la obviedad con la que lo haría el niño de ‘El sexto sentido’. A su lado, una decena de personas escudriñan el muro con esa mirada de recelo que ponen los escépticos justo antes de recibir un susto. Si estuviera aquí alguno de ‘Los cazafantasmas’, ya habría apretado el gatillo de su disparador nuclear de protones en plan advertencia. “Estas caras serían la proyección de la gente a la que han matado aquí”, susurra Cristina con tono de ‘Cuarto milenio’.

Cristina Belenguer lleva un paraguas rojo en la mano. Un guiri estándar la identificaría en dos kilómetros a la redonda aun en plena noche. Es de noche, sí. Viernes. Hora de tomarse una cerveza, empezar a cenar o intentar ver un fantasma. Para eso también hay una ruta turística: ‘Fantasmas de Barcelona’. La organiza Icono Serveis Culturals (12 euros, unas dos horas). Es una visita nocturna por Sant Pere, Santa Caterina y la Ribera basada en la guía de hechos sobrenaturales de Sylvia Lagarda-Mata. Incluye conventos encantados, paredes espectrales a lo Bélmez y rincones donde alguien ha gritado alguna vez: “¡Un fantasma!”. Ni siquiera hace falta pasar junto a un televisor con niebla a lo ‘Poltergeist’. Y no, aún no están en el ‘tour’ las psicofonías de Antifrau. Cristina se ríe: “Los fantasmas vivos son los peores”. Lo dice alguien que lleva seis años pateando los rincones de Barcelona más fantasmagóricos.

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Los potenciales cazadores de espectros se citan a las 21.30 bajo el Arc de Triomf. Hoy se han apuntado siete, todos de Barcelona. Es lo habitual: turistas locales de 30 a 50 años. La visita de los viernes es en catalán o castellano. En verano, se hace una versión en inglés los sábados.

Primera parada paranormal: calle d’En Cortines. “Aquí había un huerto con las mejores cebollas de Barcelona”. Cristina cuenta la historia como si estuviéramos alrededor de una fogata. En resumen: un ladrón robaba las cebollas, el dueño del huerto lo maldijo y, lo típico, años después se empezó a ver un fantasma con un cesto de cebollas. “Se dice que aún se le ve por aquí”. Una moto cruza la calle y rompe el ensimismamiento. Lleva un maletín. “¡El fantasma de las cebollas!”, grita alguien. “Ahora va motorizado”, añade riendo la guía.

Siguiente parada: calle Volta dels Jueus. “Aquí vino un médium –recuerda Cristina–: Paul Smith, de Illinois. Vino al 'tour' en inglés. Antes de contar yo la historia, dijo que aquí había habido un incendio y que oía voces de niños agonizando”. El incendio –Cristina le da la razón-, sucedió en el siglo XIII-XIV. Aquí tenía su taller un herrero. “Se dice que mató a golpes a un niño con una barra de hierro. Y, cuando llegaron los vecinos, el taller se había quemado”, relata. “Hay mucha gente en las visitas que aquí no se siente cómoda”.  

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El grupo se pone en marcha. Entre parada y parada, hay debate paranormal, claro. “Yo soy muy escéptica –dice Cristina–, pero hay gente que  explica que los muebles se le cambian de sitio”. Una de las turistas, Esther, asiente. A una amiga suya le pasan cosas paranormales en casa. “Es más habitual de lo que pensamos –apunta la guía–. Conozco gente que se ha cambiado de casa varias veces por estos temas”. Pelos de punta generalizados.

El siguiente fantasma a intuir es el de una novicia. Estamos frente al Monasterio de Sant Pere de les Puel·les. “Dicen que cuando hay luna llena, si vienes a las doce de la noche, se puede oír a una mujer llorar”. Al escuchar la historia completa, los turistas ponen cara de haber visto un fantasma, pero tipo ‘Ghost’. Lo que la novicia vio una noche de luna llena a las 12 fue cómo su amante secreto, un caballero llamado Pere Pals, moría por ella devorado por los lobos. La parada termina con el ladrido de un perro y un brinco general. “Ay, que vienen los lobos”.

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Llegamos a la pared de las caras: está en la calle de la Flor de Lliri. Aún se ve una parte del arco que fue la puerta de un hostal. Destapó un truculento secreto un huésped, al que una misteriosa mujer había advertido: “Pase lo que pase, no duerma en la cama”. Durmió en el suelo, claro. Por la noche –cuenta la guía–, oyó un sonido como de explosión y huyó por la ventana. Los del hostal –se descubrió– habían ideado un mecanismo que doblaba las camas aplastando a los inquilinos. “Una señora que vive en este portal –añade Cristina–, me contó que su abuela le había dicho que nunca encontraron restos humanos ¡porque los cocinaban!”. El grupo, mientras, va señalando caras en la pared. Alba, una turista treintañera, arranca de golpe toda aura paranormal. “El cerebro siempre tiende a buscar caras”.

Aún queda por ver un convento demoniaco (el de Santa Caterina) y la calle más estrecha de Barcelona (la de las Moscas: ya te podías caer por la ventana, decían, que no te hacías ni un rasguño por la cantidad de moscas que había). Los turistas terminan tan encantados como la ruta, aunque nadie reconozca haber visto fantasmas.  “En la oficina sí –puntualiza Robert–, pero son de otro tipo”.