Un bar homérico de la Barceloneta

Impermeable al turismo más zafio, El Loquillo es tal vez el último bar donde los pescadores se reúnen para 'partir' las ganancias

icoy34448893 barcelona   barcelon s    25 06 2016  sociedad  barceloneand160628161938

icoy34448893 barcelona barcelon s 25 06 2016 sociedad barceloneand160628161938 / periodico

Carles Cols

Carles Cols

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Puede que dos turistas italianos se paseen otra vez por la calle como Rómulo y Remo, vamos, desnudos y con ganas de mamar, y la pobre Barceloneta vuelva a ser la noticia de mala vida del verano, si no lo es ya por el zoco mantero. Más, claro, si ahí está Vicens Forner, cámara al cuello, porque suyas fueron aquellas fotos que tanto dieron de qué hablar y no se le suele escapar ni una. Así que, por si acaso, antes de que se tuerzan las cosas qué mejor que hablar bien de aquel barrio, de lo auténtico que aún hay en él, como El Loquillo, parece que el último bar en el que aún se reúnen los pescadores a ‘partir’, un verbo que solo los muy marineros comprenden bien, pues se trata del conjunto de reglas con el que se dividen en porciones irregulares las ganancias de la jornada. En El Loquillo también sirven -eso cuenta el dueño, Alberto Garcia- las mejores anchoas de Barcelona. Ya son dos motivos para asomar la nariz. Y hay uno más. El gusto de dejarse ir, pimplar una barrecha, un vermut, una xerezquina y un quinto (vagamente recuerdo que ese era el orden) y embobarse con las aventuras y leyendas que del bar cuenta Alberto mientras limpia una anchoa, porque (vale la pena que se sepa) las preparan siempre al momento.

{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"El Loquillo entr\u00f3 en un bar","text":"\u00a0para que le afilaran dos enormes cuchillos para filetear una ballena. La parroquia le sigui\u00f3 por la calle. As\u00ed era"}}

EL OTRO NOMBRE

El bar abrió en 1945, un año muy perro en Barcelona, solo seis después de la guerra civil, y el nombre que le pusieron era más melifluo, Los Amigos, pero pronto lo conocieron más por el sobrenombre del que fue su antiguo dueño, el Loquillo, porque en la Barceloneta de verdad quien más quien menos tiene mote. Cuentan que un día aquel hombre se presentó en un bar del barrio y que le moslestó que estuviera lleno. Así que volvió a casa y regresó con dos cuchillos como sables. Quería que el dueño se los afilara. La parroquia le preguntó para qué necesitaba todo aquel acero. “Ha varado una ballena en la playa”. Dio a entender que iba a filetearla. A lo mejor incluso a ver si le sonría la fortuna y aparecía en las entrañas del animal una buena pieza del misterioso ámbar gris, producto de lujo, tanto que cuando una empresa ballenera daba con una buena porción la metía en un taxi el mismo día rumbo a París y lo vendía a la industria cosmética francesa por un potosí.

Total, a lo que íbamos, que hay que imaginar al Loquillo con sus cuchilllos y a toda la clientela sobreexcitada. Tanta expectación causó que el bar se quedó vacío, salvo que se quedó Loquillo, bien ancho y cómodo, lo cual tiene su mérito, porque en la Barceloneta de entonces, y un poco en la de ahora si se orilla la ciénaga turística, un bar era mucho más que un bar, era el salón de todas las casas. Alberto lo cuenta a la perfección.

En un barrio famoso porque a sus pisos los llaman cuarto de piso, lo de estar en casa no gusta. Más que en ninguna otra parte de la ciudad, en los bares auténticos de la Barceloneta era y aún es bastante donde late la vida cotidiana, aunque lo de cotidiana merecería no ya una acaclaración, sino, qué carajo, un novelón como el que J. R. Moehringer bordó en ‘El bar de las grandes esperanzas’.

{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"Un bar es un bar, salvo\u00a0","text":"en la Barceloneta, donde tambi\u00e9n era el almac\u00e9n, el banco, el sal\u00f3n de casa..."}}

OTRA ANCHOA

Hubo un tiempo en el que en la Barceloneta abundaba el trabajo, siempre duro, pero al final siempre correctamente pagado. Estaban los empleados de La Vulcano, el famosos astillero del muelle de Levante, los pescadores, varias decenas más que ahora, los estibadores y, claro, el bar, y donde había dinero había putas, peleas y contrabando, pero el detalle más singular que cuenta Alberto tras la segunda barrecha, una ración de huevas de maruca con almendras, otra anchoa y otro vermut de Reus es que locales como El Loquillo eran también el almacén del barrio -“guárdame esto, pero no lo mires”, ya se sabe, un puerto es un puerto- e incluso la sede central La Caixa, pero con barman en vez de un Isidre Fainé. “Aquí venía la mujer del pescador cuando estaba embarcado y pedía mil duros para la compra, que ya pasaría a devolverlos su marido cuando cobrara, y después este atracaba y bebía a crédito, pero al final los números cuadraban”. 

{"zeta-legacy-destacado":{"strong":"Los tiempos han cambiado tanto\u00a0","text":"que los pescadores tienen controles de alcoholemia antes de hacerse a la mar, no sea que salgan de casa ya con la merluza"}}

Los tiempos han cambiado. Ahora, por resumir muy claramente la metamorfosis acontecida, hasta hay controles sorpresa de alcoholemia a los pescadores antes de salir a la mar, no sea que se salga ya con la merluza desde casa. Pero en locales como El Sergio, El Elèctric y, a lo que íbamos, El Loquillo, el reloj parece haberse detenido y, ¡oh, milagro!, por alguna insondable razón los turistas, al menos los de la categoría de Rómulo y Remo, no se atreven a cruzar el umbral del número 75 de la calle del Mar. Lo que se pierden es un retrato sociológico, gastronómico y etílico de lo que es la Barceloneta sin maquillaje, aquello que tanto le gustó en su día a Manu Chao, que a veces se pasaba con su guitarra por ese bar y la liaba, mientras los pescadores iban a lo suyo, a 'partir'.