Un paraíso a prueba de excavadoras

Un jardín centenario sobrevive en Gràcia a la fiebre del ladrillo, al papeleo burocrático y a episodios de peli de espías. El Jardí del Silenci pretende ser "un centro cívico al aire libre"

El Jardi del silenci. Espacio recuperado por el vecindario tras la compra del solar por parte del Ayuntamiento

El Jardi del silenci. Espacio recuperado por el vecindario tras la compra del solar por parte del Ayuntamiento / periodico

ANA SÁNCHEZ

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“Pasen, pasen”. Un folio sujeto con pinzas da la bienvenida sobre una valla. Calle Encarnació, 62-64 (Gràcia). Todo el que se para en la entrada camina inevitablemente hacia dentro de manera mecánica, como si fuera un zombi de ‘The walking dead’ que acaba de ver carnaza fresca. El comportamiento estándar de cualquier urbanita al ver más de tres metros cuadrados de hierba juntos. Entre edificios, edificios y edificios, ¡pum!, un solar reverdecido. Al fondo se ve un jardín inmenso. Es un jardín centenario. Se recomienda mirarlo con gesto de sorpresa: ha sobrevivido a excavadoras, kilos de papeleo burocrático y algún episodio de peli de espías. Sí, aquí irse por las ramas puede ser una actividad de riesgo.

Por delante, 1.003 metros cuadrados. Jardí del Silenci, se llama. “Con el ruido que tenemos, queríamos que fuera un poco oasis”, justifica el nombre Tuni Torregrosa. Es la presidenta de la Associació Salvem el Jardí 2014, que empezó siendo hace cuatro años una plataforma de 30 vecinos alarmados por las excavadoras. “Nos alarmamos porque vimos que entraban a derribar el convento”. Tuni lo recuerda junto a dos voluntarias, Candi Soto y Dolors Perich, y la secretaria de la asociación, Marta Montcada. Todas son vecinas del solar. Tanto que algunas han llegado a regar el jardín desde sus casas cuando no lo hacía nadie. Las cuatro manejan de carrerilla el vocabulario de un técnico municipal.

Las excavadoras entraban a derribar el convento, estaban diciendo. Es lo que había en este solar. “Fue una donación a la parroquia, en 1901, para que hicieran un colegio para el barrio”, explica Tuni. Y fue un colegio de niñas, con su jardín interior, durante más de 100 años. Hasta que en el 2012 entraron las excavadoras. “Iban a construir 6 plantas de párking, que es una barbaridad, son ¡25 metros! –la presidenta menea la cabeza de lado a lado–. Nos alarmamos y empezamos a reunirnos”.

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El convento se derribó. Los vecinos empezaron a recoger firmas para salvar el jardín. “7.000 confirmadas: con el DNI, como Dios manda”. La plataforma fue creciendo. “Fue muy intenso –dice Tuni–, porque casi cada día íbamos al ayuntamiento”. “Con las alegaciones y nuestros propios informes urbanísticos –continúa Marta-. Nos convertimos en detectives”.

Lo que descubrieron: “La calificación urbanística del solar está equivocada –explica la presidenta-. Tenía que ser equipamiento. Eso quiere decir que pueden hacer algo para el barrio, una residencia geriátrica, una escuela, pero no pueden hacer pisos”. “Equipamiento significa que no es edificable para el comercio”, completa Candi. “Pues ahora es residencial por una equivocación”, añade Tuni. “En los plenos aceptaron que rectificarían la equivocación, pero aún estamos esperando. Es nuestra reivindicación más importante. Pensábamos que con el cambio de gobierno esto se haría en… Hace un año que estamos en ello”.

"LA LUZ LA DOY YO DE MI CASA"

El Ayuntamiento terminó comprando el solar en el 2014. Y la plataforma se acabó convirtiendo en asociación. Finalmente, llegaron a un convenio. “Gestionamos el jardín sin ningún presupuesto”, apunta Marta. “El convenio dice que nos pondrán la luz y el agua”, puntualiza Tuni. “De momento, la luz la doy yo de mi casa”.

Entre medias, el jardín ha tenido hasta una invasión de conejos. “Fue la pasión del vecindario”, recuerda Tuni. “Pero unos vecinos llamaron a la protectora y, pobres, se los llevaron del paraíso”. Aún hay vecinos que les preguntan dónde están.

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El Jardí del Silenci  ahora pretende ser un “centro cívico al aire libre”. Es lo que reivindican los folletos informativos. Es lo que parece hoy: hay concierto bajo las ramas, un grupo de crianza en un lateral y, sobre el césped, 15 personas practican juegos de confianza tirándose globos de agua. Al jardín centenario se le ha añadido un huerto grafitis (resultado de una jornada de 'street art' que terminó en documental: “Todo es posible”, dieron fe con esprais. "El gris no se respira”). El solar ya tiene hasta su propia colonia de murciélagos, dicen orgullosas las vecinas. Cualquiera aquí es susceptible de convertirse en una mezcla de MacGyver y presentador de 'Bricomanía'. Todo, todo lo que se ve es reciclado o donado. “El último, este rosal –dice Dolors–. Una chica lo trajo en memoria de su abuela”.

Ya son casi 170 socios (se pagan 10 euros al apuntarse). Abren cuando pueden. “Todos trabajamos”. Hay cuatro grupos de crianza, una fundación de enfermos mentales viene dos veces por semana y todos los miércoles se recoge aquí el Rebost Solidari.

¿No les han entrado ganas de dejarlo? “Hay gente que lo ha dejado”, responde Tuni. “Nos decían que era imposible”, recuerda. “Que con la Iglesia hemos topado”, añade Marta. Para la presidenta, “esto es una terapia total”. “La naturaleza –añade Dolors– es agradecida”.