EQUIPAMIENTO DE LA CIUTADELLA

Barcelona deberá renunciar a sus cetáceos si no mejora el delfinario del zoo antes del 2019

Zoo delfines

Zoo delfines / periodico

CARLES COLS / BARCELONA

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Los seis delfines del Zoo de Barcelona dejaron de actuar como cetáceos amaestrados, con sus aros y pelotas, el pasado octubre. Fue una decisión en su día anunciada con todo lujo de detalles, como un acto de coherencia de una ciudad que antes se había declarado antitaurina, que había prohibido los espectáculos de circo con animales y que, ya puestos, hasta vetó la exhibición de perros, gatos y otras bestias en los escaparates de las tiendas de mascotas. Aquel punto y final en las acrobacias de los delfines iba a ser, así se dijo entonces, el inicio de una etapa en la que Anak, Blau, Leia, Tumay, Nuik y Kuni iban a ser mostrados en público de un modo más respetuoso y, sobre todo, en un nuevo hogar mucho más espacioso y cómodo.

Lo primero se ha cumplido. Desde el pasado mes de febrero, extrañamente sin que se haya publicitado, los delfines del zoo reciben de nuevo visitas. Lo segundo, sin embargo, ha caído en un extraño limbo, pues el gobierno de Ada Colau ha anunciado la creación de un grupo de trabajo que deberá debatir el futuro del Zoo de Barcelona y en el que ha decidido dar voz de un modo destacado a filósofos, comunicadores, psiquiatras, pedagogos, grupos animalistas e incluso, para sorpresa de los biólogos y veterinarios del parque, hasta a la Federació d'Associacions de Veïns i Veïnes de Barcelona (FAVB). Pero el cronómetro, no obstante, juega en contra de los cetáceos del zoo. En el 2019 finaliza el plazo fijado por la Asociación Europea de Mamíferos Acuáticos (EAAM) para renovar radicalmente la actual instalación. Si esa operación no se lleva a cabo, Barcelona deberá desprenderse de sus delfines. Quedan solo tres años.

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Desde que fue inaugurada en 1968, la única instalación del zoológico con largas colas ha sido siempre el delfinario. Las familias llegaban a esperar más de una hora para asistir como público a una de las pocas actuaciones diarias programadas. Desde el pasado febrero, gran novedad, el acceso al delfinario es libre. La grada sigue ahí, pero no sirve para sentar al público. A media altura se ha construido un mirador. Los delfines nadan en el tanque como les place. Un par de veces cada hora, los cuidadores entran e interactuan una rato con los cetáceos. Se les da de comer (arenque, espadín, capelín y, a menudo, por especiales propiedades nutritivas, calamar), pero no se les exigen cabriolas a cambio de ello. Les gustan las caricias en la panza y las palmadas en el dorso.

El horario de esos ratos de recreo no están anunciados cara al público y, además, son aleatorios, para evitar que los delfines se aprendan las rutinas. Cuando se retiran, los cuidadores dejan ocasionalmente juguetes en el agua. No hay trampa en ello. El propósito no es que den espectáculo, sino que no se vuelvan pasivos.

SIETE VECES MÁS GRANDE

El problema es que ha cambiado el concepto de exhibición, pero no el recinto. En marzo del 2014, el anterior equipo de gobierno aceptó el reto de remozar a fondo el delfinario. Presentó en público una gran reforma de esa zona del parque zoológico. Con un presupuesto de 10 millones de euros, el objetivo era crear un gran lago ahí donde hoy hay una plaza circular sin demasiado uso, la que en su punto central tiene la escultura de la dama con el paraguas. En dimensiones, la zona de nado de los delfines iba a ser siete veces mayor y, también, más profunda, de los tres metros actuales a cinco en su sima máxima. En cierto modo ese proyecto iba en consonancia con otras reformas en curso en el mismo recinto animalario.

Durante los años en que se debatió si el zoo tenía que ser trasladado parcialmente al Fòrum y el resto fuera de la ciudad, las inversiones estuvieron paralizadas, las grandes y las pequeñas. Fue una agonía. Cerrado aquel debate, volvieron las inversiones, que tan bien le han sentado a los elefantes, los dragones de Komodo, los hipopótamos y las jirafas, entre otras especies. La ‘operación delfín’, en cambio, iba en el furgón de cola del calendario, de modo que ha sido víctima del péndulo de la política.

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Los trabajos estaban ya licitados el pasado septiembre. Estaba todo a punto para comenzar. Desde entonces, nada de nada, hasta que el pasado 3 de marzo el Ayuntamiento de Barcelona anunció la creación del grupo de trabajo sobre el futuro de este equipamiento. El cóctel de pareceres que en esa comisión se darán cita es realmente muy contrastado. Como ejemplo sirve la presencia de Libera, la organización que años atrás puso en marcha la campaña a favor de que la elefanta Susi fuera enviada a un santuario natural por el grave desorden psicológico que, según los propios promotores de la iniciativa, sufre por las condiciones de su estancia en Barcelona.

De ese grupo de trabajo se espera que salgan, antes de que concluya el 2016, un conjunto de criterios que definirán el futuro del zoológico de Barcelona. Es un compromiso ambiguo. Si después no se concretan con rapidez las actuaciones a emprender, Barcelona puede perder su colección de delfines, no porque así se haya decidido tras un debate, sino porque las instalaciones disponibles serán deficientes según los criterios fijados por la EAAM para el 2019. Siempre podría el zoo entonces renunciar a su pertenencia a esa asociación europea, pero una solución tan denigrante esta a priori descartada.