Una buena novela de la Zona Franca
El arquitecto era un hombre coherente y quiso que la inevitable comparación con una colmena estuviera justificada no solo por el amontonamiento humano sino también por la estética. O algo así. De los arquitectos de muchos edificios de viviendas de barriada hay que pensar cosas raras para no concluir que sencillamente tienen mala idea.
Las fachadas del inmueble de ladrillo rojizo que ocupa la esquina de Ferrocarrils Catalans y Alts Forns se prolongan un buen trecho por ambas calles y remiten con sus ventanucos de inspiración mudéjar a un panal. En el tramo del coloso que da a Ferrocarrils Catalans hay seis portales bajo el soportal común. Todos los locales comerciales de la galería excepto uno tenían el viernes pasado por la mañana la persiana bajada. Por jubilación una joyería y relojería y por causa desconocida pero sin pinta de ser por la hora o por defunción la Alimentación Dos Estrellas, la peluquería eurolatina Diosmery II y el resto de locales, estos ya sin rótulo siquiera. El establecimiento abierto era el bar Ca la Juani, con un cartel que oferta: «Por cada cinco bocadillos, el sexto gratis».
El bloque de marras es donde viven el Retaco y el Pista en La inmensa minoría. La Alimentación Dos Estrellas es el badulaque en el que compran cervezas y pipas con sus amigos el Peludo y el Chusmari. Y Ca la Juani es la inspiración para La Esquinita, el bar que es la segunda casa de la cuadrilla. Con futbolín, además.
En una habitación (realmente pequeña, como la de los Negativos) alquilada en un piso del mastodonte amudejarado vivió tres años Miguel Ángel Ortiz. El padre del autor de La inmensa minoría trabajaba de soldador para una compañía petrolera y durante una larga estancia profesional en Ciudad del Cabo conoció y se casó con una mujer uruguaya. En la urbe surafricana nació en 1982 Ortiz. La familia se trasladó a Medina de Pomar, Burgos, de donde Ortiz salió para estudiar Filología Inglesa en Salamanca. Con el título y el certificado de aptitud pedagógica entonces necesario para dar clases de secundaria en el bolsillo lo mejor que encontró fue la oferta de un amigo para meterle de recepcionista nocturno en un hotel de Barcelona.
Zombis a por caballo
Así llegó Ortiz en la segunda mitad de la década pasada a la colmena de la Zona Franca, la Marina de Port según la irreal terminología municipal. Conservaba una poderosa visión de un rincón (un agujero más bien) desaparecido del barrio. Aunque según la jerga municipal sería de la Marina del Prat Vermell. Había estado en Barcelona para disputar un torneo con el equipo de fútbol de Medina de Pomar y en un recorrido turístico en autocar por la ciudad vislumbró desde la Ronda Litoral Can Tunis, con los zombis a por caballo. «Y a menos de un kilómetro estaba Colón», dice Ortiz.
La inmensa minoría, a citar desde ya cuando se hable de buenas novelas barcelonesas, dibuja en «tono bajo, de calle», esto es con limpieza y hondura, el día a día de cuatro quinceañeros de la Zona Franca en el apogeo de la crisis. Instituto, amores, traiciones o situaciones que se viven como si lo fueran, algo de sexo, canutos, alcohol, violencia, fútbol, hogares que se tambalean, Extremoduro, desahucios, la gran ciudad inalcanzable. De propina, memoria del barrio: barraquismo, gitanería y Manchón, el extremo izquierdo de Can Tunis que tras triunfar en el Barça de las Cinco Copas alargó su carrera en el Iberia. Justamente el equipo en el que juegan el Retaco, el Pista, el Peludo y el Chusmari y en el que jugó Ortiz en la temporada 2008-2009. «El terreno aún era de tierra. Fue uno de los últimos clubs metropolitanos en tener campo de hierba artificial», dice Ortiz. Es la Zona Franca el único barrio (con la venia municipal) de Barcelona sin metro.
«Los personajes son perdedores y lo saben, pero están vivos y son fuertes», dice Ortiz. Que también dice: «Barcelona es pretenciosa. Cuando decía que vivía en la Zona Franca parecía que hubiera dicho que vivía en el Oeste. Para nada». Ortiz vive ahora en Parets del Vallès y trabaja en una librería del centro de Barcelona.
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