barceloneando

Cuando Barcelona comía ballena

Un documento del Arxiu Contemporani rememora el paso de cetáceos por las cazuelas de la ciudad

Cuatro trabajadoras de la factoría de Caneliñas despiezan un ejemplar en 1981.

Cuatro trabajadoras de la factoría de Caneliñas despiezan un ejemplar en 1981.

Carles Cols

Carles Cols

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El 21 de octubre de 1954, Juan Alern, concesionario del puesto de venta número 343 del mercado de Santa Caterina, solicitó al Ayuntamiento de Barcelona que le retirará la autorización que le había sido concedida para vender carne de ballena en su establecimiento y se le restituyera la licencia de carne de vacuno que había tenido con anterioridad. Resulta que aquel 1954 tuvo lugar en Barcelona un lamentable suceso de dimensiones cetácicas, tanto que debería considerarse la fecha en la que, abruptamente, cayó en desdicha la breve y hoy casi olvidada aventura de la carne de ballena en las cazuelas de la ciudad, con sus aletas a la marinera, el lomo en fricandó y los sesos aderezados con salsa picante, según recetas de Teodoro Bardají, en popularidad e influencia, el Karlos Arguiñano de la primera mitad del siglo XX.

Sí, la carne de ballena fue común en los mercados de Barcelona hasta entrados los años 60, pero ese recuerdo parece que se ha ido por el sumidero del olvido colectivo. Ahora viene al caso por una feliz noticia. El Arxiu Municipal Contemporani de Barcelona se acaba de hacer cargo de los fondos documentales del Institut Municipal de Mercats, lo cual significa que están a disposición del público 222 metros lineales de cajas repletas de documentos, 1.856 planos de proyectos arquitectónicos y 86 libros de registro, o, dicho de otro modo, la dieta de los barceloneses entre 1891 y 1990, sus hábitos, el hambre, la abundancia, un tesoro para historiadores y novelistas, quien sabe si incluso para buscadores de tesoros, pues tal vez ahí esté, a la espera de que alguien dé con la pista adecuada, el rastro de aquella escultura atribuida a Gaudí que se erigía en mitad del Born, cuatro hermosas jóvenes de hierro colado con los pechos al aire, y que voló.

Por situar las cosas sobre el momento de enhorabuena en el que está el archivo municipal por esta cesión de fondos, sirve como ejemplo esa solicitud de Juan Alern de octubre de 1954. Es solo una página entre decenas de miles de documentos, pero por si sola abre una puerta del tiempo poco explorada, la de un tiempo en que en los hospitales, en los cuarteles, en los internados y en los colegios mayores se servía con disimulo la ballena, camuflada como albóndigas o fileteada y cubierta de salsa. Eso fue primero. Después vino el meticulosamente planificado y comercialmente fracasado proyecto de que la carne de aquel enorme animal se vendiera con naturalidad en los mercados.

Àlex Aguilar, director del Instituto de Investigación de la Biodiversidad de la Universitat de Barcelona, es autor de una obra mayúscula sobre los últimos 65 años en los que la caza y comercialización de derivados de la ballena fue común en España. No hay otro tratado tan exhaustivo y apasionante como Chimán, la pesca ballenera moderna en la península ibérica. Ahí está la respuesta de por qué Juan Alern y otros muchos paradistas de mercado quisieron primero vender carne de ballena y, pasados unos años, quisieron enmendar su error.

La flota ballenera española tenía una larga tradición. Otra cosa era su capacidad de sacar provecho de tan enorme animal. La carne, de hecho, en un primer momento, años 20 y 30, se desechaba. Faltaban aún tres décadas para que hicieran aparición en los muelles gallegos emisarios japoneses que se llevaban la grasa como sashimi, el tabique nasal para hacer sopa y los pliegues ventrales como si fuera jabugo, o sea, la bestia entera para la olla. Entre uno y otro momento tuvo lugar la aventura ballenera de Barcelona, gracias a las enormes influencias políticas de Vicente Tato Cabado, secretario del ministro de Marina, que fue contratado por el lobi del sector para que los mercados mayoristas comercializaran carne de cetáceo. Barcelona iba a ser la cabeza de puente de la distribución en España.

Así llegó la ballena a los mercados municipales de la ciudad, no sin antes decantar una curiosa discusión. ¿Los filetes de ballena eran carne o pescado? No era un debate biológico. Tampoco teológico, pues en caso de optar por la segunda opción, la cuaresma habría sido más llevadera. La discusión era arancelaria. Los impuestos sobre la carne eran más elevados que los del pescado, pero incluso así se optó porque la ballena fuera vendida como carne. Cuestión de márketing.

Que aquella, no obstante, no iba a ser una tarea fácil ya se debía intuir. Herman Melville dedica en su enciclopédica Moby Dick un capítulo entero a «la ballena como plato», y no sale airoso el animal, «un buey demasiado gordo para saber bien». Pero lo que torció las cosas no fue el paladar local (en Japón aún hoy la ballena es un manjar) sino que interfirió el mundo del espectáculo.

Jonás y Moby Dick

Resulta que en 1953 hizo fortuna un empresario que paseó el cuerpo medio disecado de una ballena por las ciudades de Europa. Lo de medio momificado es tal cual. Bautizó a la ballena como Jonás. El formol que le inyectaron al cadáver no era suficiente para impedir su putrefacción. En Francia, muy graciosa, la prensa predijo que Jonás acabaría sus días como Molière, consumido en escena, recoge Aguilar en su libro. El caso es que en España un empresario quiso emular esa aventura teatral en 1954 con un rocual común de 20 metros y 60 toneladas, e incluso contrató a un arponero para que relatara los «42 días de encarnizada lucha en el mar» que precedieron a su captura. Moby Dick (así bautizaron el show) pasó dos veces por Barcelona. Se expuso junto a la estatua de Colón, primero en verano, después en Navidad. Puede que haya sido el espectáculo más pestilente de la historia de Barcelona. Juan Alern decidió regresar al menos audaz sector de la carne de vacuno. Así consta en el Arxiu Municipal Contemporani.