La hermana Raval

EL DESPACHO Molins, en su habitación del piso compartido en el Raval.

EL DESPACHO Molins, en su habitación del piso compartido en el Raval.

CARLOS MÁRQUEZ DANIEL / BARCELONA

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Tiene sobre la librería, encima del televisor, películas que hablan de su pasión cinéfila. Pero debajo, en el mueble del DVD, subyace la carátula abierta de la comedia 'Ekipo Ja', interpretación libre de la mítica serie de los años 80 perpetrada por Cruz y Raya. Maria Victoria Molins, Viqui para el que hable con ella más de dos minutos, es una monja que no lo parece, y lo sabe. Es una monja de 78 años que ama a Jesús y a Santa Teresa por encima de todas las cosas, pero que no por ello pierde la perspectiva ni envuelve de misticismo etéreo el drama, la miseria y la pobreza más cercanos. No juzga porque sus ojos solo distinguen personas con problemas. Y así lleva 30 años, los últimos 19 como vecina del barrio barcelonés del Raval. A pesar de que hace ya décadas que guardó el hábito «porque es la única manera de ser igual que todo el mundo», ayer a mediodía tuvo que ceder a un cierto boato textil en forma de birrete y toga cuando la Universitat Ramon Llull, a propuesta de la Facultad de Educación Social y Trabajo Social Pere Tarrés, la invistió como doctora honoris causa por su dedicación a los demás, por su entrega perenne a los que no tienen nada ni a nadie.

Vive en un piso grande pero sencillo de la calle de la Cera en el que no falta de nada y no hay nada que sobre. Por pedir, quizás un poco de calefacción, pero eso implicaría «tener algo que los vecinos no tienen» y por ahí no pasa. Lo comparte con Ana, Pilar y Pepi. Y las cuatro forman una congregación de teresianas que en nada recuerda la clausura y el silencio, sino más bien el ambiente propio de un piso de buenos amigos, aunque con salvedades evidentes porque uno no espera encontrar una capilla en la morada de cuatro estudiantes universitarios.

JORDAN EN CIUTAT VELLA

Viqui es una máquina de sonrisas. Pasear con ella por Ciutat Vella no debe de ser muy distinto a dar una vuelta con Michael Jordan por Chicago. Todos la conocen. La saludan y de paso le cuentan un problema, o la participan de una alegría, o le comentan que cuando tenga un momento tiene que pasarse, o que el otro día sucedió esto o aquello. En cualquier caso, ella no tiene prisa porque precisamente ese es su trabajo desde que se jubiló, desde que dejó de dar clases en el colegio y abandonó la dirección de la editorial religiosa STJ.

Nació en una familia pudiente de la Bonanova. Pudiente pero no aislada de la desgracia ajena. Recuerda Viqui que su padre les llevó a las barracas de Montjuïc cuando una chica que trabajaba en casa murió de manera muy desgraciada. También visitaban Sant Joan de Déu y el Cottolengo; un modo de educar en el deseo de ayudar al prójimo. Los Molins estuvieron cerca de instalarse en la Pedrera después de la guerra porque la torre quedó muy maltrecha, pero la matriarca no veía claro que aquellas habitaciones tan irregulares fueran adecuadas para nueve niños. Gaudí no tenía visión de familia numerosa, así que terminaron en la Rambla de Catalunya.

Viqui no esconde que le gustaban los chicos, más bien todo lo contrario: bromea con el hecho de que la profesión no le haya permitido conocer varón. Tuvo un novio, Narcís, que le hizo dudar sobre su auténtica vocación. Jugaban a tenis en el club Barcino. Se cogían de la mano. «Antes tener una pareja no era como ahora». Al final fue Jesús quien se ganó su corazón, y para celebrar el compromiso -ya entonces destilaba una personalidad atípica-, organizó una peculiar despedida de soltera. Como era de esperar, el bueno de Narcís no se presentó. En 1956 inició el noviciado y más tarde se puso a estudiar Filosofía y Letras. Pasó 15 años fuera, en Valencia y Madrid, dando clases en colegios religiosos, hasta que en 1982, año del Mundial de fútbol, volvió a Barcelona, al convento de la calle de Ganduxer.

Inició entonces una serie de viajes a América Latina que le permitieron entrar en contacto con la teología de la liberación. El país que más le impactó fue Nicaragua. Cuando puso pie en El Prat pidió audiencia con sus superioras para que le dejaran marcharse. La invitaron a quedarse y ella obedeció a medias. Cuando la jornada en la editorial terminaba, se quitaba el hábito y bajaba al Raval. Primero observó. Se empapó de la realidad del barrio. Y gracias a esa «empatía» que le permite «caer bien a casi todo el mundo», empezó a conocer a personas de todo tipo, de toda condición. Fue así como entró en contacto con una enfermedad que se estaba cebando con los drogadictos y que por entonces se conocía como neumonía atípica. Resultó ser el sida. También con los inmigrantes más desamparados, con los presos a los que nadie iba a visitar. «Para expresarlo de algún modo, diré que la pobreza da lástima, y este tipo de marginación a la que decidí dedicarme acostumbra a molestar», resumía ayer en su discurso.

MÍSTICA DE LA CALLE / Fue así, moldeando la idea de darse a los invisibles, a los que nadie presta atención, a los más vulnerables, cómo alumbró dos conceptos que hoy definen su rutina diaria: la teología de la reinserción y la mística de la calle. El primero lo desarrolla a través del acompañamiento, el abrazo, las horas de escucha; una labor que pudo realizar de manera más intensa a partir de 1996, cuando se jubiló y fue capaz de convencer a la hermandad de que le permitieran abrir las puertas de ese piso del Raval que sigue «al alcance de todos» y por el que habrán pasado miles de vecinos del otrora barrio Chino de la capital catalana.

La mística de la calle no tiene nada que ver con evangelizar. Lo suyo aquí es mucho más un servicio que una misión al uso, pues ella aspira no solo a darse a los demás, «sino a despertar en los otros el deseo de ayudar, de ser mejores». «Cuando me preguntan por mi trabajo con los más pobres siempre digo que no hago nada importante. Me limito a estar a su lado y a acompañarles. Esto me lleva a moverme para hallar soluciones, aunque no siempre las consigo. Pero lo que no me puede impedir nadie es escuchar, amar, comprender y compadecer».

Oscar Mateos, vicedecano de Investigación y Relaciones Internacionales de la Pere Tarrés y amigo de Viqui Molins desde hace años, ejercía ayer de padrino de la homenajeada. Su brillante discurso trascendía al personaje y se acordaba de «muchas personas que viven su vida en clave de entrega incondicional». Citó a Manuel García, víctima del ébola, «capaz de trabajar 18 horas al día en un quirófano de Sierra Leona», del misionero Chema Caballero, o de tantos «que llevan sus creencias hasta las últimas consecuencias».

Ya en el aperitivo posterior, bromeando con sus amigas del colegio, con su sobrina embarazada o con sus compañeras de piso, Viqui fue a buscar a Bob, un senegalés que la llama «mami» y que salió de la cárcel hace un mes. Después de 34 años en España, mañana vuelve a su país porque aquí no atisba un futuro.

-¿He estado bien, Bob?

-Has estado muy bien, estoy muy orgulloso de lo que has hecho.

-Pues si tú me das tu aprobación, ya no necesito nada más.