ESTACIÓN DE SANTS

14 arterias hacia la felicidad

En Sants, una estación extraña, el verano se intuye por la vestimenta y la dicha de quienes se van o llegan. A la espera de su conversión intergaláctica, le van añadiendo apaños

EL PAISAJE DE LA TERMINAL FERROVIARIA«Lo mejor de la estación de Sants es la fauna que la habita», dice Vázquez Sallés. He aquí una radiografía fotográfica de una mañana de verano en la terminal.1. Las máquinas expendedoras de bil

EL PAISAJE DE LA TERMINAL FERROVIARIA«Lo mejor de la estación de Sants es la fauna que la habita», dice Vázquez Sallés. He aquí una radiografía fotográfica de una mañana de verano en la terminal.1. Las máquinas expendedoras de bil

DANIEL
VÁZQUEZ SALLÉS

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Hace calor en la estación de Sants. Demasiado bullicio para un aire acondicionado graduado a una temperatura acorde con unos tiempos tan ecológicos como sostenibles. A las seis de la mañana, los trenes de alta velocidad y los de Rodalies han dado el toque de salida de un día en el que los veraneantes arrasan en número a los ejecutivos y trabajadores que mantienen vivo el club de los y las Rodríguez. Por la megafonía avisan de los trenes que llegan y van, dibujando en el imaginario del viajero un extraño triángulo con Vilanova i la Geltrú, París y Valladolid como capitales del mundo.

Sants es una estación extraña. A la espera de su conversión en una terminal intergaláctica, le han ido añadiendo apaños que le han dado el carácter de aquellos relojes digitales que triunfaron entre los miembros de la Generación X. Empezaron incorporando luz y cronómetro y terminaron añadiendo calculadora y el horario de Canberra, y con tantos extras, lo difícil era saber la hora de Gràcia. Imaginarium, Divers, Calzedonia, McDonalds, una farmacia, un estanco, cajeros, tiendas de chuches, incluso un Barça Official Store que ha colocado en el escaparate a Iniesta capitaneando a un ejército de hombres Nike con el dinero qatarí bien grabado en el pecho. Su mirada de manchego currado en mil y una batallas compite con la de Stallone y su elenco de mercenarios, la tercera entrega de una saga de actores con la musculatura facial venida a menos. De la antigua estación queda el bar del metro, último bastión de la Barcelona canalla. No hay clientes, y detrás de la barra una camarera se aburre y trata de demostrar que la distancia más larga entre su boca y el dedo es el hilo de un chicle. Incluso el baño, otrora pocilga, ha sufrido una operación de estética, ha cambiado el nombre WC por el de Sanifair, y ha puesto precio a la meada. Son 0,50 euros, sin derecho a repetir.

Lo mejor de Sants en agosto es la fauna que la habita. El último fan de Bob Marley, o quizás el primero, parece llevar escondida una maleta familiar en la cavidad de un gorro rasta. Sus piernas llevan el ritmo de Waiting in vain, y se cruzan con dos hombres que portan una misteriosa nevera. Quizás contenga un corazón solitario a la espera de ser trasplantado, o una docena de cervezas, dos huevos duros y un melón. Más vale que los portadores mantengan el paso firme, porque en Sants las maletas de última generación tienen tantas ruedas que tiran de sus dueños como perros ansiosos de paseo. Maletas inteligentes que sortean a los sentados en el suelo. En su mayoría nómadas de culos lozanos preparados para soportar el frío pavimento. Tienen un ordenador en el regazo, y comunican entre ellos con las palabras justas para no quedarse colgados. Su ordenador es la ventana a un mundo en dos dimensiones.

Una pareja de nibelungos recurre a dos empleadas de Adif cuyo inglés es adecuadamente paupérrimo para no entender nada. «One street out», repiten señalando el infinito que termina en la plaza de Joan Peiró, ante la mirada impasible de esa pareja de bárbaros ilustrados que contrasta con un dúo de italianos que miran con nervio napolitano el horizonte antónimo, la plaza de los Països Catalans, punto de encuentro habitual entre los nostálgicos del franquismo. «Questo è un problema del mio fratello», le dice el de aspecto más terrone. Hoy, la vista es nítida. Hay días en que la plaza se oculta tras la barrera que forman los expulsados del paraíso por su condición de fumadores recalcitrantes.

Y como Renfe va intrínsecamente asociada al cabreo, no faltan las maldiciones dirigidas a una expendedora de billetes. «Está bloqueada, me cago en la puta madre que los parió, en internet decía que había plazas». Ella mira a su marido como quien está curada de espantos y de reservas a deshora. El verano llegará más tarde de lo previsto, y miran con apatía a una mujer con billete y un libro de lectura tan rápida como el tren que la llevará hasta Puerta de Atocha.

En una estación multirracial como Sants, el verano se intuye por la vestimenta y la felicidad de los que se van o acaban de llegar por las 14 arterias ferroviarias, como el viajero que hace de su huida una elipsis que lleva implícita la promesa de felicidad. Mañana será otro día.