El debate de los establecimientos con pedigrí

Barcelona, la ciudad Esmeralda

Un libro rescata historias y fotos de decenas de tesoros modernistas perdidos, en una prueba más de que el cierre de tiendas singulares es un mal endémico en esta ciudad

FONTANELLA, 1 Antoni Gaudí diseñó en 1879 esta farmacia para Joan Gibert.

FONTANELLA, 1 Antoni Gaudí diseñó en 1879 esta farmacia para Joan Gibert.

Carles Cols

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«El principal motivo de la rápida destrucción de buena parte de la arquitectura modernista de la Barcelona antigua es de los más prosaico: la volatilidad de los establecimientos comerciales». A esta y a otras conclusiones llega Raquel Lacuesta, historiadora del arte que, mano a mano con el periodista Xavier González, ha inventariado en El modernismo perdido (Editorial Base) la desaparición de extraordinarias joyas arquitectónicas en Barcelona a lo largo del siglo XX. En pleno debate sobre el incierto futuro de las tiendas singulares de la ciudad, es un libro muy oportuno. Puede volver a suceder lo que ya sucedió. Lo dice Lacuesta («al paseo de Gràcia le quedan 25 años», tomen nota) y lo corrobora, por ejemplo, Jordi Rogent, quien durante 20 años fue el jefe de patrimonio del Ayuntamiento de Barcelona: «¿El futuro? La verdad, soy muy pesimista. Demasiadas veces me sentí muy solo en la defensa de elementos que era evidente que había que preservar y no se hizo». Asegura que no hay esperanza para los sentimentales. Manda el dinero.

Las encuestas de satisfacción de Turismo de Barcelona son invariables desde hace años. Por encima de la gastronomía y el clima, lo que más aprecian los extranjeros que visitan la ciudad es la arquitectura. La paradoja es que cuanto mayor sea esa fascinación, cuanto más funcione como imán de forasteros, mayor riesgo hay de que se destruya ese patrimonio, porque el turismo crea expectativas de negocio.

Ahí van cuatro ejemplos del libro. Josep Puig y Cadafalch diseñó en 1914 una tienda en el número 2 de la calle de Ferran. Fue demolida para dar paso un Kentucky Fried Chicken. En el 57 de la misma calle había una tienda obra de Josep Maria Jujol que, aunque académicamente era un arquitecto modernista, aquellos bajos que concibió por encargo del industrial Pere Mañach eran todo un anticipo del surrealismo. Solo quedan las fotos. El número 2 de la rambla de Catalunya, por su parte, era el très parisien bar La Lune. Ves la foto y apetece entrar. También cayó. Hoy sirven paellas y tapas entre paredes sin ninguna gracia de estética perdurable.

El cuarto ejemplo es la fotografía principal de este artículo, una imagen que en 1919 captó Josep Brangulí del quiosco de Canaletes, que conmueve tanto el alma como el posterior Nighthawks de Edward Hopper. El quiosco fue demolido en 1951. Hoy vuelve a haber chiringuitos en la Rambla, sí, pero son feos y venden no se sabe muy bien qué a los turistas. Hay una cierta unanimidad entre políticos y arquitectos, lo cual no siempre es fácil, en que son uno de los más horripilantes errores del gobierno del exalcalde Jordi Hereu.

Al turismo, no obstante, no hay que echarle la culpa de todo lo que desapareció antaño. Si acaso, de parte de lo que está por venir.

Uno de los más feroces enemigos del modernismo fueron los noucentistes. La historia de la arquitectura se rige por leyes muy similares a las de las manadas de leones, donde el nuevo macho mata a las crías de su antecesor. No siempre el nuevo líder está hecho un Mufasa. A veces es Scar, el tío malo de Simba. «El arquitecto con más obra protegida en la ciudad es Enric Sagnier», recuerda en este sentido Rogent. También fue en una época el más prolífico. Mientras Barcelona sacrificaba parte de su modernismo, Sagnier construía a la carta obras de un neogótico a veces irritante.

El libro de Lacuesta expone un detalle que es importante no pasar por alto y que engarza perfectamente con el debate actual de las tiendas singulares. En Ciutat Vella, el modernismo estaba solo en los bajos de edificios de otros estilos arquitectónicos, a veces interesantes, a veces anodinos. Su existencia, pues, estaba supeditada a su uso, de modo que un nuevo negocio conllevó así a menudo la entrada de la piqueta, en un borrón y cuenta nueva de consecuencias irreparables.

«En París, Londres e incluso Madrid, el visitante tiene la sensación de que sobreviven muchas más tiendas centenarias que en Barcelona, y efectivamente es así. La razón no es otra que allí los dueños de los negocios son también dueños del local, algo mucho menos común en Barcelona, donde lo habitual es el arrendamiento», explica el exjefe de patrimonio de Barcelona. Él, por cierto, vive en la calle de Portaferrissa. Si el pulso entre la conservación y la modernidad es una guerra, reconoce que su piso se ha quedado ya definitivamente tras las líneas enemigas. Opina que el frente de batalla está ahora en otras latitudes de la ciudad, como en la rambla de Catalunya. El catálogo de establecimientos a proteger que este mes de marzo presentó el Ayuntamiento de Barcelona incluye hasta 12 locales de esa avenida. Rogent es especialmente pesimista sobre el futuro de la Rambla de Catalunya. Cree que calles como Consell de Cent, València, Provença y, sobre todo, el pasaje de la Concepció están actuando como capilares sanguíneos de la infección que aqueja al paseo de Gràcia. Los negocios de, por y para el turismo de alto poder adquisitivo avanzan portal a portal hacia esa rambla. «Es triste, pero si se pacifica el tráfico en esa calle, como se pretende, se acelerará el proceso».

Dorothy llega a Oz

De El Mago de Oz se recuerda casi siempre en primer lugar a Judy Garland y su dulce interpretación de Over the rainbow, tanto que eclipsa el amargo y aleccionador final de la película. Dorothy llega a la ciudad Esmeralda que brilla en el horizonte y, una vez allí, descubre que no es más que el artificio y la tramoya de un mago de feria ambulante que le suplica que guarde su secreto. Será difícil establecer un consenso sobre si Barcelona es no una ciudad esmeralda. El sector turístico, reunido el pasado jueves en una sesión de debate en el auditorio del Macba, trazó una gruesa línea de separación entre lo que calificaron de opinión publicada (cada vez más refractaria a la contaminación social que comporta el turismo) y la opinión pública (según el sector, encantada de que Barcelona bata marcas año tras año).

Para tomar partido es recomendable a veces leer libros como El modernismo perdido. Hay más en las bibliotecas, cierto, pero este es el último y hay en él un exhaustivo trabajo de documentación y tesis que Lacuesta resume ácidamente en ocho palabras. «Esta es una ciudad de ácratas y especuladores». Así se han perdido pequeños tesoros arquitectónicos. Durante la guerra por los bombardeos, por la venganza noucentista, después, por puro negocio, siempre, e incluso durante los años 90, en este caso en el Raval, porque los urbanistas de la democracia desoyeron los consejos de sus propios asesores, como Jordi Rogent. «Lo intenté, pero no me hicieron caso». Esta es la historia de Barcelona.

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