a pie de calle <b>cgaya@elperiodico.com</b>
Cartas, caballos y diligencias
La reunión tuvo lugar en el despacho 7 de lo que es ahora la sede central de Correos de Barcelona, en la plaza de Antonio López. El despacho 7 está al final de un pasillo ancho, iluminado y franqueado de puertas cerradas, enormes, dinteladas, grises, altísimas. Esas puertas son el símbolo de lo que eran los despachos a principios del siglo XX, cuando correos se trasladó a este edificio, coincidiendo con la Exposición Internacional de 1929. Esta es la séptima, y última, sede central de Correos, tras deambular por Barcelona durante casi siete siglos.
Antonio Aguilar, empleado de Correos, licenciado en Geografía y dedicado a escribir una tesis doctoral sobre la importancia del correo en la estructuración del territorio, me esperaba para explicarme cómo el servicio postal se fue modificando a medida que Barcelona fue creciendo.
Me había enviado un dato, por e-mail: en marzo de 1904, la oficina central de Correos se instaló en lo que es, hoy en día, el Teatro Borràs. A ese dato le siguió todo un recorrido, ahora casi olvidado, de los pasos del correo por Barcelona. Hablamos una hora y 27 minutos y me dio un itinerario con 12 paradas.
Extrañamente, Barcelona, que es especialista en la autorreferencialidad, ha borrado gran parte de la presencia postal. Nada indica en el edificio del Teatre Borràs que el edificio fuera la sede central de Correos. En la calle del Correu Vell, más allá del nombre de la calle, tampoco quedan señas de que el palacio de la familia Ferran fuera, hasta principios del siglo XVIII, la primera estafeta de correos de la ciudad. Hoy es una residencia de ancianos.
«¿Queda alguna placa de la historia del correo?», le pregunto a Aguilar. No, en la Casa Golorons, en la plaza de Regomir, oficina central de correos hasta 1799. Me envía a la calle de Sant Pere Mitjà, donde hay una placa de lo que fue la casa del último maestro de postas de la ciudad, en 1871. Es un trozo de mármol en lo que es ahora el almacén de un albañil. Está bajo un balcón que es un trastero y, al lado, hay un «Hostel».
La calle de Sant Pere Mitjà ayer estaba solitaria. El arresto, en esta calle, de un miembro de los Latin Kings la vació de gente. Solo un turista incauto tomaba fotos mientras unos chicos escrutaban sus movimientos desde un bar, pero ayer no se atrevían a nada. Pregunté en una lampistería si alguien se detiene a leer esa placa borrosa y me dijeron que no, que está ahí «olvidada». Es difícil imaginar el paso de los caballos por estas calles o que en el número 60 hubiera unas cuadras. Un vecino me recordaba que, hasta los años cincuenta, por este barrio hubo carros y caballos, claro.
Pasaban unos skaters (hace días que la ciudad está llena de estadounidenses en patín) y frenaban frente a la Bodega Cristóbal, cerrada y con un cartel ad hoc a los tiempos: ideal para estudio de artista.
Durante nuestra charla, Aguilar me señaló otro punto, cerca de la capilla de Marcús, donde el correo se encomendaba a la virgen de la guía. Cerca de la capilla está lo que antes era el hostal de la Bona Sort, donde paraban las diligencias en el siglo XIX, y que hoy es un restaurante de tapas. «La comunicación postal era la ventana al mundo y es aquí, en Barcelona, donde empieza el correo particular», me había dicho Aguilar. ¿Quién escribía? Había escribientes de cartas en la Rambla de Catalunya. En el siglo XIX, había ocho carteros en la ciudad. Hoy hay 1.072 carteros a y el mundo parece tener tantas ventanas como móviles.
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