Las contraindicaciones de la receta del éxito turístico

'Acqua alta' en Barcelona

La 'Serenissima', inadecuado nombre para Venecia a estas alturas del despiporre turístico, es tal vez el laboratorio de todo aquello que aún está por suceder en Barcelona

Un crucero emboca el puerto de Barcelona, en julio del 2013.

Un crucero emboca el puerto de Barcelona, en julio del 2013.

Carles Cols

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Cerró la juguetería Molin Giocattoli en el 2007 tras 140 años abierta al público. En su lugar hay una tienda de suvenires. A la librería Goldoni le subieron el alquiler de 6.500 a 9.000 euros y, tras una movilización de escritores y vecinos, hace medio año se salvó, aunque reconvertida en la franquicia de la gran cadena que la adquirió. En la camisería San Marco se vistieron Joe DiMaggio, Igor Stravinsky, el rey Faruk y Ernest Hemingway, pero el pedigrí de nada sirve para resistir un incremento del 350% en el arrendamiento mensual, así que en el 2008 los dueños se batieron en retirada a un local la calle de Vallaresso, fuera de las arterias turísticas de la ciudad. No, no es Barcelona. Es Venecia, según Thomas Mann la encantadora  «trampa para forasteros», la ciudad en la que todo lo que le podría pasar a Barcelona, si persevera en el monocultivo intensivo del turismo, ya ha sucedido. Venecia es, junto a Las Vegas, el apogeo máximo de aquello a lo que John Hanningan le dedicó un libro, Fantasy City, una biblia sobre la parquetematización de las urbes modernas. Barcelona llama a las puertas de ese club. Algunos expertos dicen que ya está dentro.

Francesc Muñoz es geógrafo, profesor en Barcelona y periódicamente también en Venecia, donde imparte clases sobre gestión de las ciudades en la era del turismo global. Vamos, es el especialista oportuno en el momento adecuado, justo cuando la librería barcelonesa Documenta es el trasunto perfecto de lo que le sucedió a la veneciana Goldoni, o cuando Joquines Monforte de la plaza del Pi lo es de Molin Giocattoli.

Hay una palabra de cuño reciente que sintetiza el mal que según muchos aqueja a Venecia y al núcleo más turístico de Barcelona. Es la urbanalización, la banalización del urbanismo. «Las ciudades se construyen cada vez más en función de lo que los turistas esperan encontrar en ellas», resume Muñoz. Aquella fiebre reciente en la que todo alcalde quería un Guggenheim en su ciudad era urbanalización. Urbanalización son las nuevas cafeterías de Barcelona, con sus barriles supuestamente traídos de ultramar y sus sacos de café con falsos sellos de importación. «Hasta decoran el local con imágenes en blanco y negro de una juventud que jamás vivieron», subraya Muñoz, como si fueran los replicantes de Blade Runner, con sus fotografías de recuerdos inexistentes, pero que se supone que engañan a los forasteros.

Gotificación

Barcelona, de hecho, hasta fue pionera en esto de la urbanalización cuando a principios del siglo XX, bajo la batuta de los arquitectos que militaban en la Renaixença, transformó el sucio y viejo centro de la ciudad en un barrio gótico impostado, a veces de forma acusadamente grotesca, como sucedió con el casi veneciano puente de la calle del Bisbe. Ahora se recogen los frutos de aquella gigantesca operación de cirugía estética. No son solo las pernoctaciones y el gasto medio por visitante. Es mucho más.

El pasado diciembre fue la comidilla en la ciudad la boda india que la familia Mittal celebró en el MNAC. Barcelona ya fue años atrás un destino estrella para despedidas de soltero, especialmente de ingleses de mal beber, pero esas nupcias de alto copete anunciaban algo distinto, el gancho de la ciudad como capital romántica. También en eso Venecia es un faro interesante. «Gregory Peck y Audrey Hepburn no protagonizarían hoy Vacaciones en Roma. En Italia y en la cinematografía actual, Venecia es hoy la ciudad de los enamorados», asegura Muñoz. Tanto es así que tres de cada cuatro bodas que se celebran en la ciudad de los canales son de parejas extranjeras. Es la Bali del Adriático. Hay una potente industria detrás de ello. La retransmisión por internet del enlace para la parte de la familia que no ha podido pagarse el viaje, se abona aparte. Son unos 150 euros, por si alguien está interesado en ello.

Esa desproporción entre bodas indígenas y foráneas en Venecia guarda una directa relación con otra materia altamente sensible también ahora en Barcelona. En 1999, una nueva normativa facilitó en Venecia la reconversión de pisos particulares en apartamentos turísticos. Aquello fue un despiporre. Venecia ha perdido en 40 años la mitad de su población, pero fue desde 1999 que ese proceso se acentuó. Actualmente son poco más de 50.000 los residentes censados. El pinchazo demográfico es un debate tan profundo en Venecia que el acqua alta, ese fenómeno motivo meteorológico que periódicamente anega la plaza de San Marco, es cada vez más sinónimo metafórico de la permanente inundación turística.

¿Es exagerado decir que el acqua alta ha llegado a Barcelona? Ciutat Vella y el Eixample, los dos distritos más turísticos de Barcelona, han perdido en esos mismos 40 últimos años un 27% de su población, pero, honestamente, sus calles están más llenas que nunca.

Xavier Monteys es arquitecto y una interesante voz crítica sobre todo aquello que acontece en la ciudad de la mano de la gestión municipal. Sostiene que un barrio reconvertido en parque temático turístico es un maná para un alcalde. «Los turistas no necesitan guarderías infantiles, ni escuelas, ni prácticamente ningún equipamiento imprescindible para los ciudadanos. Vienen, consumen y, además, no votan», resume. Puede que algún cargo público tenga fantasías con ello, pero las fantasías a menudo degeneran en perversiones. Monteys, por ejemplo, se pregunta hasta qué punto la reforma de la Diagonal no se está planteando como una simple prolongación de la arteria turística que es el paseo de Gràcia. «Me sorprende que uno de los criterios con los que desde el ayuntamiento se defienden algunos proyectos urbanísticos sea que aportarán glamur a la ciudad». «Eso es un disparate»,  avisa, pero no le extraña en una ciudad que ha hecho de la permanente comparación con Madrid algo obsesivo. «Cuando voy a Madrid, al lado de un restaurante de moda está la cafetería de toda la vida, con los camareros de siempre, o una droguería de barrio», explica Monteys. Destaca ese detalle a la vista del cierre de establecimientos con pedigrí que padece desde hace meses Barcelona, una «catástrofe» que es especialmente grave porque acontece ante «el silencio del mundo de la cultura».

Para esa cuestión, la docilidad  con la que los barceloneses encajan la transformación de su ciudad, también Venecia puede que sea una sacerdotisa Casandra a la que habría que tener en  cuenta.

A Muñoz le sucedió algo común en las ciudades turísticas italianas cuando ya llevaba un mes trabajando allí. Cada mañana desayunaba por cuatro euros. Un día, el dueño se dirigió a él con un aire más fraternal. «Oggi, un euro e mezzo». Había dejado de ser un forastero. Se merecía precio de veneciano. Eso no sucede aún en Barcelona. En Venecia hasta el vaporetto distingue entre indígena y forastero. Son muy pillos. Algunas de suvenires, en una realmente graciosa revisión de Belle de jour, reabren de noche como bares para el público local. Dicen incluso que hay una Venecia secreta que los venecianos no revelan y que les permite ir de un punto a otro a través de los canales sin quedarse atascados en mitad de una caravana de góndolas. Muñoz, por ejemplo, sostiene que la apertura de la cafetería del Ateneu Barcelonès en la calle de Canuda es un síntoma inequívoco de la Barcelona secreta, una oferta para quienes huyen de la saturación de la Rambla.

Lo inédito en Barcelona tal vez sea la protesta a pecho descubierto, como la emprendida en Venecia para impedir que los cruceros entraran como rascacielos a través del canal de Guidecca para ofrecer a los pasajeros prácticamente un primer plano de la plaza de San Marco. A bordo de lanchas, algunos venecianos  llegaron a interponerse en la ruta de los cruceros, a lo Greenpeace contra los balleneros. Ganaron esa batalla. Las autoridades prohibieron esa ruta de navegación para esos gigantes del mar. Pero la guerra puede que la hayan perdido. Y lo saben. En noviembre del 2009, un grupo de ciudadanos (Venessia.com) organizó un funeral por los canales. La difunta era la propia ciudad. Había caído por debajo de los 60.000 habitantes. Hay un contador electrónico cerca del puente de Rialto que actualiza esa cifra puntualmente.

Disneylandia

Meses después, ese mismo grupo de ciudadanos, a los que hay que reconocerles un notable sentido del humor, imprimieron y repartieron planos turísticos de la antaño Serenissima, pero con la estética de Disneylandia. «Welcome to Veniceland». Ese era el título.

¿Bienvenidos a Barcelonalandia? Las arquitectas Alícia Dotor y Belén Onecha tal vez no tengan una mirada tan pesimista como la de Monteys y Muñoz, pero aportan otro interesante punto de vista, también crítico. Se sorprenden por la mansedumbre con la que durante los años del boom inmobiliario se aceptó que las constructoras conservaran en decenas de promociones la fachada de construcciones centenarias del Eixample, pero demolieran el interior del edificio. Dotor y Onecha, como especialistas en la restauración de edificios modernistas, creen sacrílego ese «ejercicio de fachadismo». Los parques temáticos son eso, fachada y atracciones.

El resumen final no es fácil. El turismo es indiscutiblemente el petróleo de Barcelona, pero el oro negro de verdad no ha hecho de los países del golfo paraísos del reparto equitativo de la riqueza. Este es un negocio de claroscuros. Quien perfora un pozo y descubre un yacimiento lo defiende, cómo no, con desmedido entusiasmo. En ese grupo está desde el gran hotelero hasta el barcelonés o veneciano que ha reconvertido su piso del centro en un apartamento turístico. Pero es un negocio raro. A Muñoz, el geógrafo, le gusta explicar lo que según él es el clímax del disparate. «A Venecia llegan miles de turistas chinos. Es el nuevo filón. En barcos de mercancías arriban también de China falsos cristales de Murano. Los turistas pasan apenas un día en la ciudad, compran su suvenir made in China, y juntos regresan a casa». La pieza, visto así, les ha salido cara. La pregunta es qué precio paga Venecia por ello. ¿Y Barcelona?