Análisis
Sant Pau, adiós a los virus
Jordi Mercader
Periodista.
JORDI MERCADER
Durante décadas, los pabellones modernistas de Sant Pau fueron escenario de la lucha entre la esperanza de vida y la amenaza de la muerte. A partir de ahora, será paraíso de japoneses, rusos y otros turistas que una vez trasportados hasta la Sagrada Família no tendrán inconveniente en llegarse hasta el recinto de Lluís Domènech i Montaner para completar el álbum fotográfico barcelonés.
La restauración del complejo arquitectónico era imprescindible, una obligación histórica, a pesar de ser una rehabilitación costosa. De hecho, la inversión no habría sido posible sin la ayuda europea y su mantenimiento resultaría inviable sin la instalación de organismos universitarios o institutos de investigación de financiación internacional. En la misma solución -seguramente la única existente-, radica la gran incógnita sobre su integración ciudadana. Turistas, estudiosos y científicos vendrán a suplir a enfermos, médicos y enfermeras.
El cambio es a mejor, sin duda; pero, y ¿los barceloneses sanos, alejados hasta ahora del lugar por los virus y la valla protectora, cómo vivirán este inminente Sant Pau patrimonial? La comunidad científica asociada al nuevo centro sanitario construido junto a la ronda del Guinardó, la que hay y la que podría venir, debe trabajar en el recinto modernista. Pero es conocida la aversión de investigadores, profesores y técnicos de disciplinas académicas o urbanísticas respecto del ruido ciudadano. Con el turismo no podrán; será una fuente de ingresos innegociable para los gestores del complejo. Por contra, los barceloneses lo podríamos tener peor para disfrutar de este patrimonio universal.
La biblioteca provincial
Fue una lástima que en su momento no prosperara la idea de instalar en algunos de los pabellones liberados de este recinto la biblioteca provincial que el Estado debe pagar en Barcelona, como hace en todas las provincias. El Born ganó la partida momentáneamente, hasta que las piedras sagradas del 1714 desaconsejaron el proyecto, finalmente previsto para la Estació de França, aunque algo olvidado, según parece.
De haberse decidido por la ubicación modernista, la biblioteca habría actuado como foco de vida ciudadana, atracción de estudiantes, lectores y curiosos en general, además de seguir con la tradición de legar a la cultura el espacio inservible para la actividad médica. Así ocurrió cuando la institución de la Santa Creu abandonó el barrio gótico para renacer en las cercanías del Guinardó: las viejas piedras del siglo XV acogieron a la Biblioteca de Catalunya. Pero en el siglo XXI no funcionó la permuta de camas por libros.
Por otra parte, seguramente el patronato podría haber arriesgado algo del dinero ingresado por su patrimonio inmobiliario para asegurarse que entre los nuevos inquilinos de los excepcionales pabellones hubiera algunas instituciones y entidades ciudadanas que permitieran aportar vitalidad barcelonesa al escenario. Esta presencia no debería de ser incompatible con un uso más sofisticado y prestigioso como el que ya está comprometido. Quizá más adelante esto sea viable. De momento, y sin matices, la rehabilitación de Sant Pau es una gran noticia para Barcelona.
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