Tribuna

¿Quien paga, manda?

JORDI MARTÍ

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Hace pocos días, un alto directivo de un hospital público de Barcelona me explicaba el dilema siguiente. «Una paciente que necesitaba la implantación de una prótesis de fémur -contaba- me planteaba la posibilidad de pagar de su bolsillo los costes de la intervención para evitar las demoras de la lista de espera. Ella quiere operarse en este hospital y yo sé que tengo quirófanos disponibles. ¿Por qué voy a renunciar a operarla y que acabe haciéndolo un hospital privado, probablemente a manos de un especialista que también trabaja en la sanidad pública?» Y confesaba: «Los hospitales concertados ya funcionan bajo las dos modalidades y eso les hace más competitivos».

La misma semana visité dos colegios públicos de la ciudad, uno en un barrio humilde y otro en la zona alta. En el primero los recursos no alcanzan para garantizar libros de texto para todos, se han eliminado las excursiones y se hacen milagros para que todos los alumnos puedan comer en la escuela. El segundo, gracias a las cuotas que se abonan a la ampa, mantiene la sexta hora -la que Educació se cargó en la práctica totalidad de centros públicos-, sigue programando excursiones y, si alguna familia tiene dificultad para abonar un recibo, las demás corren con el gasto.

Hay vida más allá del mercado y del poder del dinero, o al menos eso deberíamos procurar

Confesión y visitas que coincidían con la noticia del alquiler -¡entero!- del Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC) para el enlace matrimonial de una sobrina del clan Mittal. El centro, que cerró sus puertas al público, se convirtió para la fiesta en una suerte de salón de banquetes de altísimo nivel. Mientras 500 invitados daban cuenta de miles de Dom Perignon, el novio entraba al museo a lomos de un corcel blanco.

Estas tres realidades, que por su magnitud exigirían análisis separados, tienen un preocupante denominador común: la modificación de un servicio público (hospital, escuela o museo) que se acomoda a las posibilidades económicas del contribuyente. A la lógica del servicio público que nos iguala como ciudadanos se le añade ahora la dinámica del mercado, aquella que nos distingue por nuestra capacidad económica.

Fijémonos en el hospital. En términos de gestión, todos ganan: la paciente anticipa su intervención, el centro mejora la rentabilidad de sus instalaciones y reduce la lista de espera. Entiendo al gestor, agobiado por los recortes, apuntándose a un paliativo de esta naturaleza. Sin embargo, el mensaje de que recibirá un mejor trato aquel que se lo pueda pagar es, en términos públicos, demoledor. Detrás de un hospital público existe una inversión ingente de recursos que hemos pagado entre todos y no es justo que reciba un mejor trato aquel que pueda costeárselo.

Fijémonos en la escuela. Entiendo a aquellos padres que, pudiendo hacer un esfuerzo económico, quieren contribuir a mejorar la calidad de la educación de sus hijos. La implicación de las familias, añado, es indispensable para garantizar la calidad educativa. Pero no podemos olvidar que un sistema público persigue la formación de cada individuo y el fortalecimiento de los lazos sociales de una comunidad. Si una sociedad tiende a un sistema público de dos velocidades -escuelas con copago y mejor oferta, y gratuitas con oferta recortada- consolidamos la desigualdad de origen y nos distanciamos de la ansiada igualdad de oportunidades.

Fijémonos en el museo. La boda, los fastos que han acompañado la ceremonia y el uso abusivo de instalaciones públicas, que han suprimido temporalmente el servicio para el que han sido construidas, debería hacernos reflexionar sobre los límites a los que deberían estar sujetas. Muchas infraestructuras culturales, es cierto, alquilan parte de sus espacios para actos ajenos a su actividad, pero estos nunca deberían afectar a la naturaleza del propio servicio que prestan. Alguien puede pensar que los 60 millones de euros que, dicen algunos, ha generado este enlace a la economía de la ciudad justifica cerrar un museo. No solo no me lo parece sino que, afirmo, en juego hay un asunto de dignidad. Rendirse al poder del dinero debe tener un límite, especialmente cuando acabas siendo cómplice de una ostentación que roza el insulto.

Sostiene el filósofo Michel J. Sandel que una economía de mercado es una herramienta, valiosa y eficaz, para organizar la sociedad productiva. Y que una sociedad de mercado es una manera de vivir en la que los valores mercantiles penetran en todos los aspectos de las actividades humanas. Nuestro sistema económico, desgraciadamente, ha situado el poder del dinero por encima de cualquier otra consideración. ¿Hasta qué punto es justo poner precio a los derechos ciudadanos, especialmente cuando se atienden desde un sistema público? Hay vida más allá del mercado, o al menos eso deberíamos procurar.