HISTORIAS ZOOLÓGICAS

El taxidermista municipal

Salvador Filella fue durante 42 años el funcionario del Ayuntamiento de Barcelona encargado de preparar para la vida eterna a los animales fallecidos en el zoo

Filella, el pasado viernes, bajo el rorcual de 19 metros del Zoo de Barcelona.

Filella, el pasado viernes, bajo el rorcual de 19 metros del Zoo de Barcelona.

Carles Cols

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Salvador Filella no es Carl Akeley, que en 1898, en una tarzanesca pelea, estranguló con sus propias manos a un leopardo en Somalia y, malherido, se fotografió junto al cadáver del felino para The Times. Tampoco es William L. Brown, que en 1930 (eso cuentan en National Geographic) pagó a un curtidor ruso para que masticara la piel de un hipopótamo en busca de la elasticidad perfecta. Pero Filella tiene en común con ellos una profesión en extinción. Durante 42 años fue el taxidermista del Zoo de Barcelona. Ya está jubilado. Es un buen momento para contar aventuras.

La primera cuestión es, ¿tenía el zoo una sala de taxidermia? Sí, la tenía, sobre el actual terrario, allí donde hoy, sin público, se alimenta a las crías de los ofidios como en la nursery de los malos de V. Durante años pasaron por aquel espacio educativo grupos escolares para conocer más de cerca los detalles del mundo animal. Lo que se encontraban en esa sala era la artesanía de Filella, un cara a cara con los colmillos del mundo animal.

El relato merece aquí un inciso, un par de apuntes sobre en qué consiste esto de la taxidermia. Nada tiene que ver con la momificación egipcia, y menos aún con las técnicas de embalsamamiento de la Rusia moderna. Del animal en realidad solo se conserva la piel minuciosamente desecada y, por facilitar luego el relleno, el cráneo y tal vez los huesos de las extremidades. Darle forma a ese recipiente, el traje, es el gran reto.

De Gales a la plaza Reial

Filella de hecho era el hombre perfecto en el momento adecuado. Su primer trabajo fue en 1957 como aprendiz de la sastrería Gales, en el paseo de Gràcia. Tomaba medidas de la sisa y la pernera de los humanos, pero su pasión era la naturaleza, así que en 1959 se presentó como voluntario también de aprendiz en el número 8 de la plaza Reial, la casa Soler y Pujol, la tienda de taxidermia más conocida de la ciudad. En realidad la labor no era muy distinta, tomar medidas a las bestias, porque una vez retirada la piel se requieren buenas manos para dar forma de nuevo a lo que un día fue un animal. De allí dio el salto a la selecta taxidermia de Manuel Bassols, en Sarrià, y luego ya, a partir de 1967, entró como funcionario del Ayuntamiento de Barcelona con plaza de taxidermista del Museu de Zoologia. El zoo estaba por fin a solo un paso laboral más. Fue en 1970.

«Con los animales con pelo o pluma el trabajo requiere paciencia, pero no es difícil», explica Filella. El reto son otras especies. Por ejemplo, el hipopótamo. «Un día murió uno de forma inesperada. Se había tragado una pelota de goma. En los herbívoros, una oclusión intestinal es un problema muy serio». Falleció. Fue un día de aquellos de cariño, llegaré tarde que tengo trabajo, porque la taxidermia es muy puñetera, no se puede dejar para mañana. De aquel ejemplar al final solo se conservó una baldosa de piel. «Es impresionante. Gruesa y dura. Los guerreros zulús la usaban para sus escudos. Las balas de los ingleses se quedaban incrustadas en ella». La gran derrota británica en Isandhlwana (Amanecer zulú, en argot cinematográfico) tiene eso, que le puedes echar la culpa a los hipopótamos.

Seguir hoy el rastro de la herencia profesional de Filella no es fácil. Durante años, los animales que fallecían en el zoo, una vez tratados, eran adquiridos por los colegios religiosos de la ciudad, en una extraña comunión que unía a maristas con camellos, jesuitas con osos y salesianos con leones, dicho así al azar. Más tarde, pasaron a ser enviados al Museu de Zoologia.

Hay una excepción. Junto a una de las puertas de acceso al zoo se exhibe el esqueleto de una ballena fallecida en las playas de El Prat en mayo de 1983. Aquello, ya puestos a rememorar el caso, fue digno de la chacinería en que acabó la batalla de Isandhlwana (es costumbre zulú abrir las tripas del enemigo abatido para liberar su espíritu). «El Ayuntamiento de El Prat se encargó de contratar a carniceros de la ciudad para que allí, en plena playa, deshuesaran al rorcual. No era un trabajo agradable. Nosotros, al final, nos llevamos los huesos y los depositamos durante dos años en el estanque situado en el recinto de los leones». No, no formaba parte de su dieta. Los leones huyen del agua. El propósito era que de forma natural la osamenta quedara limpia. Todo muy gore, sí, pero da envidia imaginar al final a Filella montando el esqueleto pieza a pieza como un Cary Grant su brontosaurio en La fiera de mi niña, con su preciada costilla intercostal.

Oficio en extinción

Filella se jubiló en el 2008. La plaza de taxidermista oficial de la ciudad ya no se cubrió. Según se mire, afortunadamente. Este es un oficio cada vez más extraño. «En España habrá una cincuentena de taxidermistas, cuatro o cinco en Catalunya. Nada que ver con Estados Unidos. Esto allí es casi una industria». Lo cuenta Salvador Pérez. Trabaja en este singular sector y tiene como afición secreta un extraordinario blog sobre la materia, Taxidermidades, fuente inagotable de información para saber más sobre una profesión capaz de lo mejor y de lo peor. Allí está el caso de los hermanos Verreaux, que una noche de 1831 robaron el cadáver recién enterrado de un guerrero botsuano (más tarde, El negro de Banyoles), pero que fueron capaces también de modelar con sus manos lo que se considera Las Meninas de la taxidermia, El correo árabe atacado por leones, que aún se exhibe en Pittsburg (EEUU).

Filella no siente nostalgia en realidad por ninguno de aquellos trabajos. «A mí en realidad me fascinan cuando están vivos».