LA OTRA CARA DEL DISTRITO TECNOLÓGICO

Las barracas del siglo XXI surgen en pleno 22@

Cientos de familias malviven en chabolas en naves viejas y solares abandonados

HELENA LÓPEZ
BARCELONA

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Es precisamente desde lo alto de los esbeltos edificios que a un ritmo mucho más lento del esperado se van levantando en el ambicioso 22@ donde se observa en toda su magnitud la miseria con la que conviven. Junto a nuevas y rotundas construcciones, como el Hotel Me, la Torre Agbar o el impresionante edificio de la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones, y escondidos tras muros de metal o ladrillo que impiden ver su interior, una docena de solares acogen asentamientos donde malviven decenas de familias enteras, tras montañas de basura, ya que la recogida y venta de chatarra como principal fórmula de supervivencia es el denominador común.

Son las barracas del siglo XXI, construidas, como las del XX, con cartones, chapas y plásticos. Muchas de ellas -y ahí está el punto posmoderno- están en solares a cuyos dueños la burbuja inmobiliaria les estalló en la cara. Propietarios que retuvieron los terrenos durante la fiebre del ladrillo a la espera de ofertas mejores que nunca llegaron, y ahora se han olvidado de ellos (o no, y tienen la ocupación en los tribunales).

Se trata de asentamientos en los que residen gitanos nómadas que viven en distintos lugares de la ciudad desde hace décadas, la mayoría de origen portugués -el ayuntamiento calcula que son unas 100 familias, 380 personas-; los grupos de rumanos llegados a posteriori -cerca de 200-, y que también sobreviven del comercio de cartón y chatarra, y los sin techo que han visto en el barraquismo una forma de salir de la calle. En precario, de cartón o de lata, pero bajo un techo al fin y al cabo.

El rostro más crudo del distrito tecnológico se refleja en los ojos de aquellos -cada día más- que pasean junto a un carro del súper lleno de desechos, asomando la cabeza contenedor tras contenedor. Y es que, además de muchas otras cosas, el 22@ es, también, el lugar donde la tecnología que más abunda es la de las viejas pantallas de ordenador que se apilan en las naves en las que se comercia con hierro de forma más o menos legal.

TIPOLOGÍAS MUY DISTINTAS / Junto a las barracas, en ocasiones en naves adyacentes a los solares en cuestión, malviven en antiguos talleres o fábricas ahora ocupadas o en pisos sobreocupados 400 jóvenes senegaleses, muchos de ellos sin papeles. Al margen de la forma de sustento, comparten colas frente a las fuentes públicas del barrio para proveerse de agua para cocinar y para lavarse.

La situación en los campamentos varía mucho en función de sus habitantes. Mientras los asentamientos nómadas cuentan con casas de obra y caravanas con cocina, neveras, estufas e incluso televisión, como si de un cámping con todas las necesidades básicas cubiertas se tratara, hay otros en los que sobreviven indigentes, sin prácticamente nada.

Cada caso es un mundo. Chan Chan es un hombre chino de 51 años. Después de vivir bastante tiempo en la calle se instaló en una nave okupada detrás de Razzmatazz junto al indio Karpal Singh, de 50. «Vivir en la calle es muy duro. Si no buscas alianzas, estás perdido», apunta Singh. En la nave se estaba mejor que en la calle, pero estaban cansados de las fiestas y de los problemas con las drogas y con los vecinos -que a su vez estaban cansados de lo mismo-, por lo que hace un mes optaron por entrar en un solar, como veían que habían hecho muchos otros. Entre sus dos barracas, montañas de zapatos, sillas y cajones. Aunque son una familia con todas las letras, cada uno cocina lo suyo. Tienen un fogón en cada chabola. «Cada uno tiene sus gustos. Nos ayudamos, pero cada uno en su casa», explica Singh, quien asegura que, si le ayudaran, regresaría a su país hoy mismo.

«Cuando llegué a Barcelona todo era distinto. Trabajaba en la obra, poniendo pladur y podía pagar el alquiler de mi piso en L'Hospitalet y mandar dinero a mi país; pero desde el 2008 no hay trabajo, y con la edad que tengo...», prosigue el hombre, quien pese a todo se busca la vida. «Lo peor es lavar la ropa. En la lavandería es muy caro y aquí gastas más agua que otra cosa, así que, como en los contenedores ropa, todavía encuentras, cuando se ensucia la tiro», explica amable ante la mirada de Chan, quien le da la razón mientras juega con uno de sus perros.