El retorno del chabolismo a BARCELONA

Cámping gas bajo llave

Mercedes extremeño 8 Manuel, con el carro con el que trabaja, que llama irónicamente Mercedes.

Mercedes extremeño 8 Manuel, con el carro con el que trabaja, que llama irónicamente Mercedes.

HELENA LÓPEZ
BARCELONA

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Le llamaremos Manuel, ya que, de su historia, lo de menos es si su nombre real es Manuel, Juan o Pedro. Es extremeño, tiene tres hijos -que no viven con él- y reside en Barcelona desde hace ochos años. Los cinco últimos, en una barraca en el distrito 22@. En dos, en realidad. Primero vivió en una, en un solar pequeño que el dueño cercó con un casi inquebrantable muro (a destacar el casi, porque ya se ha instalado allí un nuevo habitante). Desde hace un año vive en otra, en la misma calle, a escasos metros. En la (forzada) mudanza se llevó también a El Viejo, a quien prepara la comida casi a diario y vela para que no le falta de nada. Dentro de sus posibilidades, claro. Se conocieron hace tiempo, en el parque de Les Tres Xemeneies, en el Paral·lel, donde ambos dormían.

«Estoy intentando alquilar una habitación para salir de aquí, pero es carísimo. Mi paga es de solo 300 euros», cuenta el hombre, quien, como casi todos los que malviven en el 22@, sobrevive con la chatarra, negocio cada vez más difícil. «Cada día que pasa somos más los que nos dedicamos a esto y la gente cada vez tira menos -sostiene-.Entre que la policía persigue a la gente para que no deje los electrodomésticos en la calle, que la gente, con la crisis, cada vez tira menos y que cada vez hay más gente recogiendo». Relata que por el carro lleno de chatarra hasta arriba, fruto del trabajo de una jornada, saca unos dos euros: «No es negocio, es miseria, pero es lo que hay. Yo, además, lo hago todo legal. No me gustan las cosas robadas. A mí, no. Toda mi chatarra es limpia».

Su chabola no es de las peores del barrio. Tiene electricidad -pinchada, obviamente-, una estufa, e incluso tenía una pequeña televisión de plasma, pero le desapareció. Escarmentado por ello, tiene el pequeño fogón de cocina en el que prepara sus ágapes atado con una cadena.

Como es lógico, el asunto con peor solución es el aseo. Tiene una bañera de plástico que le hace a la vez de ducha y de pica. La llena con garrafas de agua de la fuente, la misma con la que cocina. Práctica más que común entre los vecinos de las barracas del 22@. Las necesidades las hace en el bar, cuando va a tomar un café caliente.

Sobre la cama de su pequeñísimo hogar, recién barrido, descansan en una estantería varios botes de jabón, champú, cremas y colonias. No cabe duda de que Manuel es un hombre presumido. Tiene también un espejo y un pequeño tocador. «Yo he sido un hombre importante en Barcelona. En la Rambla todos me conocen. He hecho películas con el Vaquilla y he trabajado con Carmina y Matamoros», explica orgulloso.

De un tiempo, poco, a esta parte, Manuel y El Viejo ya no viven solos en su antaño tranquilo solar. Hace unos meses entraron, para quedarse, un grupo de rumanos, que construyeron sus precarias viviendas en la otra punta del terreno, sin que él pudiera impedirlo. «Desde que se instalaron ellos, aquí ya no estamos seguros. Te roban la chatarra, te lo roban todo, y no puedes hacer ni decirles nada», apunta Manuel, asustado.

Varias familias

Sus nuevos vecinos son más jóvenes, hay varias familias, y también se dedican a la chatarra. «Esto el viernes por la tarde, para el intercambio de chatarra, se llena de gente que no te imaginas», describe Manuel con cara de miedo. Uno de estos matrimonios rumanos toma el sol sentado en sillones frente a sus chabolas. Ellos no parecen tener problemas con Manuel. Al menos no los expresan. La mujer explica que tienen un hijo en su país, con su abuela. Que antes podían mandarle más dinero, pero ahora la cosa está muy mal. «He intentado buscar trabajo limpiando, pero no hay nada. Es imposible. Solo nos queda la chatarra, y cada vez tenemos que ir más lejos a buscarla, porque aquí está todo rastreadísimo», apunta la mujer, quien también denuncia la falta de ayudas. «No tenemos ropa y casi ni para comer -señalando las sandalias de verano que calza, a día 1 de marzo-, y a nadie le importa. Nosotros lo que queremos es trabajar para vivir dignamente», se lamenta. «Si encima nos persiguen por coger chatarra y pretenden multarnos, qué nos queda, ¿robar», reflexiona la joven.

La pregunta es recurrente para matar cualquier charla en los asentamientos del 22@.