A PIE DE CALLE

Si fuera negro en esta ciudad

Inmigrantes y agentes de la Guardia Urbana pasean por la rambla del Raval, el pasado viernes.

Inmigrantes y agentes de la Guardia Urbana pasean por la rambla del Raval, el pasado viernes.

EDWIN Winkels

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Soy extranjero. Eso en España, como en muchos otros países, lo notas el primer día que quieres venir a vivir aquí. O lo notaba en aquella época, en 1988, cuando me dijeron que para vivir y trabajar tenía que pedir el permiso de residencia en la Delegación del Gobierno, en Marquès de l'Argentera, justo al lado de esa magnífica estación de França donde había llegado años antes, como mochilero, desde el norte de Europa. Menos mal que aún no tenía trabajo, porque seguramente lo hubiera perdido en las colas de ese monstruoso edificio gubernamental. Monstruoso, porque tras unas visitas daba horror. Primero el ordenanza, que nos trató a todos igual de mal, negros o blancos, jóvenes o viejos, en eso al menos no discriminaba. Todos éramos indeseables, también porque muchos aún no hablábamos bien su idioma. Fue cuando, de un amigo, aprendí la palabra «facha».

No sé cuántas visitas me hicieron falta para obtener ese pequeño documento de cartón que, cinco años después, tenía que renovar. Y así una tras otra vez hasta que, menos mal, también ahí llegaban los ordenadores y las citas previas para las visitas. Al menos para los europeos, los comunitarios. Los demás, a la cola.

O sea, no me puedo quejar. Ni me quejaré. Porque llevo casi 24 años aquí, y puedo suscribir la denuncia de Amnistía Internacional (AI) de que aquí la policía te para en la calle y te pide la identificación solo por el color de la piel. Soy blanco, bastante blanco. Y rubio de pelo, un rubio oscuro, pero suficientemente rubio para no aparentar ser de África, ni de Asia ni de algunos países de Suramérica. Así que, en 24 años, nunca ningún agente de policía, sea del cuerpo que sea, me ha parado en la calle para pedirme la documentación. Ni en el Raval ni en Pedralbes, ni corriendo en bicicleta ni caminando ligeramente bebido por la acera. Solo en algún control de tráfico.

Nunca en 24 años he tenido que sacar sin razón aparente mi NIE, mi tarjeta con el Número de Identificacón de Extranjeros, esos números que, a diferencia de un DNI español, empiezan por la letra X. Ciudadano X número tal. Un NIE que llevo en la cartera y que está caducado desde el 16 de septiembre del 2006. Tras meses de intentos de renovación, me comunicaron que a los europeos ya no les expedían un nuevo carnet. A cambio, enviaron un papel, una hoja A-4, un certificado de ser residente comunitario en España. Un papel que, desde luego, nunca llevo encima. Y aun así, cuando uso el NIE para identificarme -al pagar con tarjeta de crédito, por ejemplo- nunca nadie me dice algo de esa validez caducada.

Perder la dignidad

3 Si hubiera sido gambiano, o colombiano, o paquistaní, seguramente hubiera perdido mucho tiempo en estos 24 años. Y dignidad. Lo he visto continuamente a mi alrededor, fuera donde fuera, desde la aduana hasta la plaza de Catalunya. Ahí pregunto a algunos inmigrantes cuántas veces les ha parado la policía. Me dicen que ni pueden contarlo ya. En el informe de AI sale una señora norteamericana, la única de todos los pasajeros que fue requerida por la policía al bajar de un tren en Valladolid; es negra. Y en España, a ojos del agente, ni turistas ni residentes pueden ser negros; en primer lugar, son sospechosos, aunque no sé de qué. Yo soy blanco, o sea un santo, legal. Los agentes nunca han sospechado de mí. Soy turista, siempre. Ni debo de tener pinta de etarra.