CUADERNO DEL DOMINGO

Náufragos de la Barceloneta

El barrio marítimo lucha por no convertirse en un 'parque temático'

Náufragos de la Barceloneta.

Náufragos de la Barceloneta.

Texto: Catalina Gayà
Fotos: Mattia Insolera

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La Barceloneta es el balcón marítimo de Barcelona. Durante años vivió de espaldas a la ciudad. Durante años nadie quería vivir en ese barrio húmedo de pescadores y obreros. Hace seis años las inmobiliarias lo pusieron en su punto de mira. El barrio, forjado en la calle, regresó a ella para decir no a la especulación y a la expulsión de los abuelos.

Aseguran algunos vecinos que la Barceloneta es conocida con el nombre de Òstia por el mal genio que algunos sacan cuando les tocan su barrio. Y, desde hace seis años, parece que no han tenido un día de sosiego. En algo –y llegar a un consenso es un gran mérito en este barrio— están todos de acuerdo: fue en el 2003 cuando empezaron los cambios que han puesto en jaque el modelo de barriada de fuerte arraigo vecinal.

En el 2003, la Barceloneta y sobre todo los quarts de casa --unas 5.800 viviendas-- se pusieron en el punto de mira de las inmobiliarias. Los hombres de negro, como los llaman con sorna, colonizaron la zona. Algunos propietarios vendieron y sus viviendas se convirtieron en pisos turísticos; otros los alquilaron a jóvenes que pagan hasta 1.300 euros por 30 metros cuadrados; a algunos vecinos los echaron, y casi todos los inquilinos empezaron a temer por la subida de los alquileres.

Hace solo un año un informe del Ayuntamiento de Barcelona mostraba que el precio del metro cuadrado, tanto de compra como de alquiler, era el más caro de la ciudad. Algo ya había cambiado: por primera vez vivir en el barrio no era un estigma.

“Quieren convertir el barrio en Miami Beach”, se queja Emília Llorca, presidenta de l’Associació de Veïns L’Òstia, el colectivo que ha encabezado las protestas contra la especulación. Àngels Simarro, presidenta de otro colectivo, la Associació de Veïns de la Barceloneta, lo ve de manera diferente. Según Simarro, la especulación empezó porque “los vecinos vendieron a precios desorbitados”. En la Barceloneta hay ahora una calma muy tensa; no se sabe si es la que precede a la tormenta o la que se vive tras la batalla. Los carteles de “se vende” muestran que el temporal no ha amainado.

Sábado por la mañana en la calle de los Pescadors. Faltan cinco días para que el temporal de levante destroce parte del paseo Marítimo. Celestino Grau, 74 años, se detiene frente al portal de la asociación L’Òstia con cara de angustia. Ayer le visitaron “dos jóvenes” de una inmobiliaria. El rumor es que el propietario del edificio lo ha vendido. Es solo un runrún, pero Celestino se teme lo peor. Él y su mujer, Juanita, llevan 42 años como inquilinos en su casa y ahora no saben qué puede pasar. Cuenta que esos dos jóvenes, “muy amables”, dice Celestino, les hablaron de una hipoteca; esos jóvenes dijeron muchas cosas que para él no tienen sentido.

El edificio en el que vive es un claro ejemplo de lo que pasa en la Barceloneta. Según L’Òstia, en los últimos cinco años 50 vecinos se han visto afectados por prácticas de mobbing y hay 180 pisos alquilados a turistas. “Hay propietarios que han vendido el edificio sin avisar a los inquilinos y hay contratos que han vencido y los abuelos han tenido que irse”, se queja Emília Llorca, de L’Òstia.

El edificio en el que vive Celestino se levantó, como casi todo el barrio, en el siglo XVIII. El inmueble está afectado por el plan de los ascensores –contemplado en el proyecto de reforma integral del barrio-- y las inmobiliarias lo tienen en su punto de mira. La escalera del edificio es lúgubre. En su casa, Juanita tranquiliza a su marido: “No sabemos nada”.

Perder la casa

La noticia, o más bien el rumor, está en el aire. El vecino de abajo sube hasta el piso de Celestino. “¿Es cierto que nos echan?”, le pregunta. Tiene 95 años y la preocupación por perder la casa se mezcla con la necesidad de explicar su vida. El Capitán, así es como es conocido Ricardo, cuenta que al timón de un barco esquivó a nazis y aliados. Su hijo, que vive con él, harto de los recuerdos del padre, le recuerda a gritos que los van a echar del piso. Entonces, Ricardo regresa al presente y se le cambia la cara: del entusiasmo a la incertidumbre.

La visita de la inmobiliaria ha sido como llover sobre mojado. En noviembre del 2006, los cambios propuestos por los técnicos del Ayuntamiento pusieron en estado de alerta a los habitantes de los quarts de casa como Celestino. El programa del Consistorio proponía suprimir barreras arquitectónicas colocando ascensores. Para ello, había que eliminar viviendas y reubicar temporal o definitivamente a un millar de vecinos. Los vecinos se levantaron en protesta contra ese nuevo plan y participaron en las manifestaciones que L’Òstia y la Plataforma d’Afectats en Defensa de la Barceloneta organizaron contra el llamado plan de los ascensores.

Hacía 20 años que la Barceloneta no salía a la calle. Entre diciembre del 2006 y del 2007, las manifestaciones fueron mes sí y otro también. El objetivo era alertar de que el documento en el que se exponía la reforma del barrio no garantizaba que el ayuntamiento liderara la iniciativa; posibilitaba que los propietarios marcaran la pauta, y abría la puerta a la compra de fincas enteras por parte de promotores externos.

Con la llegada de la nueva concejala de Ciutat Vella, Itziar González, las protestas se calmaron. En octubre, el Ayuntamiento se comprometió a proteger el patrimonio global del barrio y a reconocer legalmente los quarts de casa. De momento, en el Distrito de Ciutat Vella no se quiere hablar más del tema hasta que en marzo se instale una oficina técnica en el barrio con la que se pretende estudiar cada caso. Pese a que ya no hay caceroladas, los vecinos no olvidan el plan de los ascensores.

Esas caceroladas, además, pusieron sobre la mesa dos maneras diferentes de entender la Barceloneta. Dos años después las fisuras siguen abiertas. La Barceloneta parece ahora dividida en dos bandos. Los que están a favor de la reforma del barrio y lo ven como una oportunidad para que este deje de estar aislado, se abra al turismo y a los nuevos vecinos, y los que ven esa reforma como una estrategia más para sacar a los vecinos y convertir el barrio en un parque temático. Julián García, el presidente del Club Atlètic Barceloneta, y Emília Llorca, de L’Òstia, parecen encabezar los dos movimientos.

División de opiniones

¿Por qué la división? Julián García no está de acuerdo: “No es división, es exceso de protagonismo de algunos. Aquí vivimos la misma especulación que se vive en Barcelona. Ahora estamos en un momento bueno delante de la administración. Claro que no queremos que los abuelos se vayan, pero la Barceloneta no puede ser como hace 40 años”. García comparte sobremesa con Piero Ferrari, presidente de la asociación de comerciantes, en el restaurante Can Costa. Por la avenida Joan de Borbó pasan los turistas ajenos a la polémica. Los dos están de acuerdo en que la ley de barrios (que supone una inversión de 15 millones de euros) es una inyección necesaria para el barrio.

La Barceloneta se ha puesto de moda y esto ha atraído a vecinos con más poder adquisitivo –en un caso más de gentrificación acelerada (una nueva población desplaza a la población local)– que se mezclan con pescadores, obreros y estibadores portuarios que rozan los 80 o los 90.

Estos abuelos ven cómo esa Barcelona abierta al mar y al turismo es una amenaza contra la que no tienen armas que les sirvan. Muchos lucharon contra la dictadura, muchos participaron en los movimientos vecinales en los 70; algunos vieron cómo sus vecinos, hermanos sucumbían a los estragos de la heroína en los 80; lo aguantaron como pudieron. Ahora no saben qué hacer. “Esta batalla nos cogió mayores, pero lo último que se pierde es la dignidad”, advierte Bartomeu Tresserras. Cómo Tresserras, 84 años, llegó a este reportaje es algo que solo puede pasar en la Barceloneta, en un barrio en el que las noticias corren de portal en portal. De hecho es difícil entender la Barceloneta si el visitante no se percata de que entre paseo y paseo, takatá –una especie de voleibol que nació en el barrio-- y partida de dominó aquí se rumorea, se habla y se mal habla de todo. La noticia: hay una periodista en el barrio. La necesidad: explicar una gota, otra, que ha colmado el vaso.

Tresserras acaba de recibir una carta del Club Natació Atlètic Barceloneta, del que es socio desde hace 40 años, en la que se le informa de que se le subirá la cuota un 70%. “Nos pisan nuestros derechos y ni siquiera hay una conciencia social municipal. Primero, la casa, ahora el club. Quieren acabar con nosotros”, dice.

Lo explica durante una reunión en la sede de la asociación L’Òstia. Un vecino le dijo a otro vecino y este, a otro que se hablaría del tema en la sede de L’Òstia. Maria Roig, una de las mujeres que acudieron al Ayuntamiento para presentar una queja por la subida, está en la reunión.

Con dos semanas de caminar por la Barceloneta una se da cuenta de que este es, sin duda, el retrato más hiperrealista de Barcelona. Edificios que se caen con vecinos octogenarios sin agua corriente que tienen frente a su balcón la silueta del Hotel Vela. Ancianas con zapatillas junto a parejas sacadas casi de una revista de moda. Vecinos tomando el sol y turistas fotografiándolos. Es quizá por esos contrastes por lo que la especulación inmobiliaria, que desde hace años se ceba en Barcelona, aquí es más descarnada.

A Ricardo Andreu, El Capitán, le queda un mes para la reunión con la inmobiliaria. En su caso, se le acaba el contrato. Técnicamente no se puede hablar de mobbing, pero Ricardo tiene 95 años. Ha vivido toda la vida en la Barceloneta y echarlo del barrio es como quitarle la brújula en medio del océano. Para quien lo oye hablar, el mobbing incluye otros matices: la falta de sensibilidad, incluso de sentido común. Bartomeu Tresserras se prepara para su baño diario en el mar. En casa de Emília Llorca, L’Òstia celebra un vermut. Los asistentes brindan: “Por el barrio”. Cada cual vive la Barceloneta a su manera.

Mientras todo eso pasa, hay otras Barcelonetas ajenas a las movilizaciones. Una es la de los barceloneses que llegan a comer a los restaurantes. La otra Barceloneta nació en el barrio y está en peligro de extinción. Juan, pescador y marinero más conocido como El Corneta, recorre los bares guitarra en mano para “matar el tiempo en tierra”. Para Juan, la especulación indica que en el mundo no hay “ni justicia”. Ahora, cuenta –no se sabe si por los cambios que lo rodean aunque él no participe en las manifestaciones–, solo se puede cantar, tomarse un quinto y hablar de cualquier cosa en el Moll de’n Rebaix. Y cualquier cosa es del mar, del otro Juan, el pescador que tuvo que hundir su propio barco, de mujeres. Todo pasa a la misma hora en el barrio de moda: la Barceloneta, también el más hiperrealista.