De niña pop a mujer country
El Palau de la Música acogió a una Norah Jones más sensual
La primera vez que pisó el Palau de la Música, Norah Jones era una chica tímida y menuda abrumada por el éxito. Se esforzaba en desmentir los esfuerzos de márketing de la discográfica sobre su estreno --"no voy de nueva diva del jazz", insistía-- y pedía que no la vincularan al apellido de un padre, Ravi Shankar, con el que no tiene contacto.
El viernes volvió al Palau con su tercer disco bajo el brazo, Not too late. De lo de su padre ya nadie se acuerda, y aún menos del asunto del jazz. Norah Jones, tacón alto, traje corto y rojo, es una persona distinta. Más segura, más estrella. Ha crecido.
Las armas de Norah son las de siempre. Una voz cálida y cercana, unas maneras suaves, unas canciones bonitas. Pero su entrada a escena, con una guitarra eléctrica en sus pequeñas manos, sugería que en Norah Jones hay algo más, una dureza recién encontrada. Un lado oscuro que no conocíamos. Tiene, ella también, su momento anti-Administración Bush, My dear country. Algo tibio, pero lo tiene. Como las Dixie Chicks. Norah Jones se ha decidido definitivamente por la música country y se lo toma muy en serio. En las visitas anteriores, había jugado a ser los Rolling Stones y AC/DC con versiones más bien inocentes. Esa noche interpretó a Hank Williams, estrella maldita del country, y lo hizo con reverencia. Y en las canciones a dúo con el cantautor M Ward, telonero excepcional, se invocaba el espíritu de Johnny Cash y su mujer June Carter. Claro que M Ward, solo con su guitarra, pasaba de conmovedor a amenazante. Un artista imprevisible. Norah Jones, en cambio, funcionó siempre sobre el guión. A la salida, un encargado de la venta del merchandising de la gira preguntaba a los primeros espectadores que se marchaban del Palau: "¿Qué canción está tocando?" Una versión de Tom Waits. "Ah, pues entonces es que ya se ha acabado el concierto. Esa siempre es la última que toca".
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