Las ocurrencias de Brian Eno

RAMÓN de España

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Llevo tres visitas a la instalación de Brian Eno en la FNAC y no hay manera de verle la gracia. Entro, me siento (suelo estar solo o, a lo sumo, junto a un jubilado que, sabiamente, dormita), clavo la vista en la pantalla y espero a que esas imágenes que tardan siglos en cambiar me sugieran algo: un pensamiento, una emoción, un concepto, lo que sea. Mientras tanto, recuerdo las cosas tan interesantes que el artista ha dicho en la prensa al respecto de su instalación y aprecio un notable desnivel entre lo que él cree que es su pieza y lo que yo considero que realmente es: un aburrimiento sideral.

No es la primera vez que me pasa. A finales de los 80, el semanario madrileño para el que yo trabajaba me envió a Palma de Mallorca para hablar con Brian Eno y visitar una instalación que el hombre definía, de manera algo pomposa, como una iglesia del futuro y que, en realidad, era un cuartucho escasamente iluminado a medio camino entre una capilla conceptual y un decorado de cartón piedra. Ya entonces, entre lo que salía de su pico de oro y lo que luego veía uno había una diferencia abismal. ¡Y mira que yo, tanto entonces como ahora, me esfuerzo en que me gusten sus cosas! ¿Por qué? Pues porque admiro a Brian Eno, como músico, desde que se inventó el sonido retro-futurista de Roxy Music a principios de los 70; porque este hombre lleva más de 30 años fabricando discos magníficos, como los ya clásicos Another green world o Before and alter science; porque hace un par de años demostró estar en plena forma con Another day on earth, algunas de cuyas piezas parecían estar compuestas en estado de gracia; porque sus patinazos (producir los pretenciosos ladrillos de U2 y Coldplay o colarle a Paul Simon unos arreglos electrónicos que le sentaban como a un Cristo dos pistolas) son menos que sus logros; porque le considero un excelente autor de canciones y un investigador sonoro apasionante.

Estos motivos son los que me llevan, probablemente, a entrar en ese cuarto oscuro que le ha habilitado la FNAC, a sentarme cerca del jubilado que se echa su siestecita de media mañana y a quedarme mirando la pantalla en espera de una epifanía que, me ponga como me ponga, no llega nunca.