En concreto

El futuro atropella nuestros derechos

Casi dos millones de trabajadores están ya teletrabajando más de la mitad de los días laborables desde sus casas

El teletrabajo ha aumentado durante la pandemia

El teletrabajo ha aumentado durante la pandemia / Manu Mitru

Jordi Sevilla

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A veces, parece que el tiempo se comprime. Entonces, pasado, presente y futuro entrechocan con fuerza, provocando rupturas bruscas y efectos colaterales no previstos. La pandemia nos está empujando con tanta fuerza contra el futuro, que corremos el riesgo de hacernos daño por falta de adaptación. Así, por ejemplo, seguimos sin cerrar la reforma de la reforma laboral del siglo XX, cuando se nos cuelan por las calles los ciclistas precarios correspondientes a esa realidad del siglo XXI: un nuevo mercado laboral correspondiente al capitalismo de las plataformas con algoritmos, donde nada es lo que parece si lo miramos con los ojos del pasado: ni las empresas tienen capital físico (capitalismo sin capital: la mayor empresa del mundo en alquiler de coches con conductor, ni tiene coches en sus activos, ni conductores en nómina), ni los trabajadores son, exactamente, ni asalariados, ni autónomos, como los de antes. 

Las Tecnologías de la Información y de la Comunicación son un potente instrumento de transformación de nuestra manera de producir, vivir, trabajar, aprender, comprar o atender a nuestra salud. La revolución digital está ya cambiando nuestro modelo productivo y empiezan a cambiar nuestras relaciones sociales, cuestionando el marco operativo en el que hemos venido trabajando desde la II Guerra Mundial, incluyendo un Estado del Bienestar basado en realidades productivas, sociales y políticas que están saltando por los aires. 

Casi dos millones de trabajadores están ya teletrabajando más de la mitad de los días laborables desde sus casas, forzados por la urgencia sanitaria, pero mostrando una transformación, que se quedará, en la manera de trabajar y de vivir para la que todavía no nos hemos adaptado. De repente, a las empresas les sobra espacio, los trabajadores pagan con su sueldo gastos fijos del trabajo y mucha gente se muda a las afueras de las ciudades en busca de campo para respirar, alterando los flujos de transporte y la realidad de muchos comercios y restaurantes. 

El cambio en el modelo de producción provocado por la irrupción de las nuevas tecnologías capaces de procesar un gran número de datos nos lleva a una nueva economía en la que el precio ya no es la variable principal (y casi exclusiva) para asignar recursos y equilibrar oferta y demanda, porque los algoritmos basados en inteligencia artificial permiten casar mejor los múltiples deseos del consumidor con las distintas características de la oferta. El mercado basado en el precio, la función del dinero, ahora digital y del propio capitalismo financiero construido sobre todo ello, se diluye a pasos agigantados a golpe de fintech, bitcoins, algoritmos y bizum.  

La revolución digital ha provocado un tremendo terremoto económico y en las relaciones de poder social en el mundo. Lo podemos mirar tomando como termómetro la evolución de las diez empresas con mayor capitalización del mundo entre 1990 y ahora, señalando tres rasgos diferenciales. Hace treinta años, había seis bancos y sectores con una sola empresa eran: telecomunicaciones, informática, automoción y petróleo. En estos momentos, entre las diez mayores empresas del mundo, ocho son tecnológicas o su modelo de negocio está basado en la digitalización, una es de automóviles eléctricos y otra de petróleo. El cambio es no menos llamativo en el desplazamiento por países donde se ubican sus sedes: mientras en los 90 del siglo pasado ocho eran japonesas y dos norteamericanas hoy, siete son de USA, dos Chinas y una de Arabia Saudita. Además, más del 50% del valor de capitalización hoy está formado por lo que se conoce como “intangibles”, una economía del conocimiento que era apenas reconocible hace treinta años.

Máquinas que aprenden solas con sus programas de inteligencia artificial conectados a otras máquinas y a bases con millones de datos que les permiten adoptar decisiones asignadas, hasta ahora, a la inteligencia humana. Ahora, nos dicen que lo único que tiene valor es el dato. Ese petróleo del siglo XXI del que se nutren, para aprender, los algoritmos de inteligencia artificial con los que ya convivimos y que se usan para predecir nuestra conducta e influir sobre ella. Y resulta que hay quién está dispuesto a pagar mucho dinero por nuestros datos, esos que producimos usted y yo, diariamente. Pero nadie habla de pagarnos nuestra parte del negocio –el pocito de petróleo que nos corresponde como productores de datos- sino que, con demasiada frecuencia, obtienen muchos de nuestros datos sin consentimiento y, a menudo, incluso sin saberlo, gracias al iPhone con el que vivimos, dormimos, trabajamos, viajamos o nos divertimos.

Y esa es la actual cara B de la utopía con que nació la web y todo lo relacionado con los bits: si el motor que está haciendo funcionar esta revolución es el dato, las empresas dedicadas a obtenerlos estarán preocupadas por acceder a cuantos más datos y sobre cuanto mayor número de cosas, mejor. Pero esos datos son nuestros datos, los suyos y los míos, a los que, a veces, tienen acceso dentro de un aparente libre intercambio: tienes acceso gratuito a determinados servicios en la red, como la reserva de un restaurante o la lectura de un periódico, a cambio de que aceptes las “cookies”, es decir, cederles tus datos. 

Pero la inmensa mayoría de las veces, como han denunciado tres autoras, Paloma Llaneza, Carissa Véliz y Shoshana Zuboff, con enfoques diferentes pero complementarios, ni es consentido, ni tan siquiera percibido, dando lugar a lo que la última autora ha llamado “el capitalismo de la vigilancia”, porque los datos extraídos mediante el proceso de “vigilancia” a que nos someten todos los aparatos digitales conectados a la red que nos rodean generan un mercado donde se cruzan grandes cantidades de dinero, porque debidamente tratados por el algoritmo permiten mejorar al propio algoritmo a la vez que conocer nuestras conductas para influir sobre ellas o, por qué no, manipularlas. Esa capacidad de manipular mediante el uso segmentado de la información que permiten hoy las nuevas tecnologías es lo que ha obligado, por ejemplo, a excluir de Twitter al anterior presidente Trump, que lo hacía de manera burda. Pero, ¿y si es una manipulación segmentada más sutil, enviada solo a quien ya saben, gracias al análisis de sus datos, que puede aceptarla porque refuerza sus prejuicios políticos o de consumo? 

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Gemma Martínez da voz a los protagonistas de la nueva economía, que se atreven a decir cosas diferentes.

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Así se entiende mejor dos cosas que están en el frontispicio de las preocupaciones, tanto en la UE como en USA: la necesidad ineludible y urgente de regular el mercado de datos para proteger la privacidad, controlando a las grandes tecnológicas (y no sólo por su poder monopolístico) y elaborar una Carta de Derechos Digitales, como ha iniciado España dentro de la UE, para garantizar que todos aquellos derechos que tanto costó conquistar en el mundo analógico, no se pierden, de repente, “en la nube”, ni nos los cambian por baratijas.

Se ha dicho que poner en marcha un movimiento para proteger los derechos civiles y laborales en la red sería poner puertas al campo y va en contra del avance tecnológico. Y que empeñarnos en ello, sería darle a China la preeminencia en esa carrera. Pero si así fuera, estaríamos reconociendo que esta manera de desarrollar la tecnología inteligente, exige atentar contra nuestros derechos individuales. Si, si, los de usted, también. ¿Lo aceptamos? 

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