Isabel López, instuctora de yoga facial.

FERRAN SENDRA / JOAN PUIG

«Enfádate». Es la primera vez que alguien te pide amablemente que te enfades, así que frunces el ceño con ganas. «No tanto -se ríe la instructora-, con un poco menos de mala leche». Parece que estás jugando a las películas (a alguna surrealista). Tienes los dedos índices apoyados en el entrecejo, los pulgares sobre las patas de gallo. «Notas cómo te tira la musculatura, ¿no?». Notas músculos que no sabías ni que existían. La profesora te informa de que estás moviendo el procero. ¿El pro-qué? «Es el músculo del entrecejo», aclara a medida que el procero se te retuerce. «Lo que tienes que hacer con los dedos -señala los índices- es tirar un poco hacia arriba». Uf. «Más suave… Aaaaasí. Aguantas 8 segundos y relajas». Aguantas el entrecejo con el mismo empeño que si estuvieras haciendo pesas. «Y así, ocho veces». Empiezas a entender a los que les duele la cara de ser tan guapos.