¿Nos importan los niños de la guerra?

Siria

Siria / Sam Tarling

FERNANDO CARRUESCO. RESPONSABLE DE SENSIBILIZACIÓN DE SAVE THE CHILDREN

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Ansiedad constante. Los niños siempre están estresados. Reaccionan ante cualquier ruido poco familiar; si una silla se mueve, si una puerta golpea. Es el resultado del miedo: al sonido de los aviones, de los misiles, de la guerra. Así habla Ahmed, uno de los monitores de Save the Children en Idlib (Siria).

Sólo en Siria, alrededor de seis millones de niños y niñas sufren las consecuencias del conflicto armado. Muchos se encuentran atrapados en zonas sitiadas de difícil acceso. Más de dos millones han huido del país en busca de seguridad y ayuda.

Los datos y su impacto devastador en la vida de los más pequeños son conocidos e insistentemente repetidos por las organizaciones de infancia y los medios de comunicación. Pero, ¿nos importan esos niños cuando vemos o leemos cómo la guerra marca sus vidas con el miedo, la pérdida y el dolor? Es fácil tener la frustrante sensación de que a la sociedad no le importa o no le interesa esa realidad lejana. Las personas que trabajamos para informar y sensibilizar nos preguntamos asombradas: ¿Es posible que tanto sufrimiento nos dé igual? ¿Cómo puede ser que nos dé igual?

Estas preguntas pueden responderse desde la psicología y son importantes para no desistir en el esfuerzo de concienciación.

La información sobre desgracias, emergencias y catástrofes provoca una reacción llamada disonancia cognitiva, una especie de contradicción que incomoda a nuestro cerebro. Al recibir una información que choca frontalmente con nuestra visión del mundo y valores, tendemos a apartarla, buscamos estímulos más agradables como mecanismo de autodefensa.

Por otra parte, nuestro cerebro tiene dos modos: el rápido y el lento; el piloto automático y el control manual. El cerebro tiende a funcionar sin el esfuerzo extra de pensar, dando prioridad a las emociones inmediatas, y no tanto a las reflexiones. La información acerca de la guerra ofrece datos abstractos, lejanos, cifras que nuestro cerebro procesa con dificultad.

Además, para que el sufrimiento ajeno nos afecte tiene que funcionar la empatía: nuestra capacidad para ponernos en el lugar del otro. Conectamos mejor emocionalmente cuando podemos imaginarnos en su situación. Sin embargo, nuestro cerebro puede categorizar a las víctimas de la guerra como ajenas a nuestra realidad y hacernos pensar: a mí nunca me pasará.

Estas barreras del cerebro se rompen cuando las imágenes se imponen a los fríos datos, cuando no necesitan explicación y desencadenan la reacción emocional inmediata: el cadáver del pequeño Aylan solo en una playa destruye cualquier defensa interpuesta del cerebro. También la solidaridad produce una reacción de implicación y simpatía; los voluntarios que arriesgan su vida, los trabajadores humanitarios, el compromiso tienen una respuesta emocional de cercanía y esperanza.

Aunque el cerebro autodefensivo nos invite a mirar para otro lado, el corazón siempre está dispuesto a reaccionar si le ofrecemos el estímulo adecuado. Por eso es importante no caer en el desánimo, individual o colectivo, y seguir informando. Por eso hay que seguir contándolo, aunque parezca que a nadie le importa.

Desde Save the Children tenemos abierta una petición de firmas online para pedir al ministro de Exteriores que deje de vender armas a países en conflicto y que incremente su respuesta humanitaria en estos países priorizando las intervenciones en materia de educación y protección a la infancia.