"No tengo intención de regresar a mi país"

La violencia de las maras y la homofobia obligaron a huir respectivamente a un solicitante de asilo salvadoreño y a un refugiado ruso

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TONI SUST / BARCELONA

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Vadim es ruso, aunque no se llama así: no quiere desvelar su nombre ni aparecer en fotos. Tiene miedo. Vivía en Moscú, donde en esta época pertenecer a la comunidad LGTBI supone un riesgo considerable. Tenía un buen trabajo y nadie le molestaba en la oficina por el hecho de ser gay. Pero de repente, empezó a encontrarse un grupo de gente esperándole cuando volvía a casa. Después, el grupo parecía adivinar su destino: “Iba a sitios a los que nunca había ido y allí estaban”. Dedujo que le localizaban por el móvil. Las amenazas eran rotundas: “Te vamos a dejar como un vegetal y nadie nos va a hacer nada”. No lo denunció a la policía. No se le hubiera ocurrido. No en Rusia.

Huyendo del acoso, se fue a vivir a Sant Petersburgo, pero allí los problemas siguieron: “Me estaban esperando”. “El Gobierno promociona el odio a los gais. La propaganda funciona. El Gobierno buscaba enemigos para que la gente no hablara de corrupción. Ha sucedido en los últimos cinco años”, relata. En el 2014 decidió irse a España: “Mejor vivir fuera que morir ante los ojos de mi madre”. Primero se instaló en Alicante, donde pidió asilo, pensando que allí su inglés le sería útil. Después pasó unos meses en Valencia y otro periodo corto en Madrid, antes de llegar a Barcelona. En octubre del 2016 obtuvo el estatus de refugiado. Trabajó en servicios de atención al cliente y ahora ha logrado un empleo de recepcionista de hotel. Es usuario del programa Nausica, del ayuntamiento, en su caso gestionado por la entidad ACATHI, para la que pide “el premio Nobel de la paz”: “Hacen las cosas con cariño y eficacia. Nunca pierden la paciencia”. 

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La madre de Vadim, ajena a lo que realmente le pasa a su hijo, recibe llamadas en Moscú: "Sabemos dónde está tu hijo". Él prefiere no preocuparla. Cuando acaba de contar su vida, el hombre apaga su móvil: siempre que sale a la calle lo hace.

HUIR PARA SOBREVIVIR

José Napoleón Montoya, de 52 años, es salvadoreño, de la capital, San Salvador. Allí vivía y trabajaba: “Conducía camiones, fui encargado de bodegas”. Un día, cuando iba con su jefe en el camión, un grupo de pandilleros detuvieron el vehículo, se hicieron con sus identificaciones y les informaron de que en adelante deberían abonar 200 dólares mensuales al grupo. El jefe tragó y apoquinó durante un año. Entonces la tarifa subió a 400 dólares. Aquí ya no tragó: decidió que trabajarían en otra zona. Pero también en esta aparecieron nuevos pandilleros que querían dinero. Entretanto, Montoya supo que la primera pandilla había acudido a su domicilio preguntando por él. Querían cobrar. Y decidió poner pies en polvorosa.

Huyendo de las maras, abandonó el país. Llegó a Barcelona en febrero del 2016. Falto de información, en la capital catalana, empezó a buscar empleo pero le informaron de que sin permiso era inútil. Desde febrero está reconocido como solicitante de asilo, y lo habitual es que seis meses después de que se admita a trámite esa petición se conceda el permiso de trabajo. 

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UN PISO DE ACCEM

Montoya comparte piso con otras personas en un piso de la entidad ACCEM, de la que se muestra “muy contento”, que le ayuda, en el marco de un programa de asistencia estatal, y también participa del programa Deporte y Refugio del consistorio, para acceder a centros deportivos municipales. “Estoy haciendo una formación de organización y gestión de almacenes”, explica.

En verano dará un paso: tendrá que dejar el piso y buscarse una habitación. Y la idea es que una vez tenga trabajo se independice: "No tengo intención de regresar a mi país".