El blanqueo de Samaranch
Luis Mauri
Director adjunto
LUIS MAURI / BARCELONA
"Dentro de un año optaré a la presidencia del Comité Olímpico Internacional. Lo que voy a decirte ahora quedará como si nunca lo hubiera dicho: si soy elegido presidente y tú ofreces Barcelona para celebrar los Juegos Olímpicos de 1992, te garantizo que se harán aquí". El embajador de España en la Unión Soviética, Juan Antonio Samaranch, viejo político franquista, se había expresado sin rodeos en su visita al primer alcalde democrático de Barcelona tras la guerra civil, el socialista Narcís Serra.
Habían transcurrido solo un par de años desde que, en abril de 1977, la misma izquierda que ahora gobernaba la ciudad atronaba en la plaza de Sant Jaume: "'¡Samaranch, fot el camp!'" Samaranch fue apeado en 1977 de la presidencia de la Diputación de Barcelona y destinado a Moscú. Pero ahora volvía con un plan meticulosamente urdido y para cuya materialización necesitaba a los nuevos gobernantes de la ciudad. Por eso estaba sentado frente a Serra en el despacho del alcalde, un caluroso día de julio de 1979, sábado, porque ese día los pasillos del ayuntamiento están desiertos y el precavido Serra no quería testigos accidentales del encuentro.
Falangista de primera hora
Samaranch era un falangista de primera hora. Había servido a la dictadura como concejal de Barcelona, delegado nacional de Deportes, procurador en Cortes y presidente de la Diputación. También había hecho ventajosos negocios como empresario del régimen, como la construcción de Ciutat Meridiana, ominoso ejemplo del urbanismo sin escrúpulos del desarrollismo franquista.
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Los tiempos estaban cambiando. Él era un vencedor de la guerra civil y quienes ahora administraban la ciudad lo hacían aupados por los votos de los derrotados. Pero eso a Samaranch no le incomodaba más de la cuenta. Él siempre había sido un hombre práctico en la persecución de sus intereses, sabía distinguir con velocidad y astucia lo sustancial de lo accesorio. Y tenía un plan.
Las fases del plan
En ese plan, lo fundamental era colocar su proyecto en la agenda del alcalde. Que este fuese socialista, nacionalista o falangista resultaba anecdótico para su objetivo. El plan era este: lograr la presidencia del COI, encargarle a Barcelona los Juegos de 1992, que estos resultasen inolvidables y regresar rehabilitado, blanqueado, a su ciudad, la misma que lo había despedido al grito de "'¡Samaranch, fot el camp!'".
El 16 de julio de 1980, horas después de que el COI nombrase presidente a Samaranch, Serra anunciaba a la prensa que le gustaría que Samaranch pudiera presidir unos Juegos en Barcelona. El día siguiente, el alcalde recibía un telegrama desde Moscú: "Acepto el reto".
Serra y su sucesor, Pasqual Maragall, concebían los JJOO como el motor que había de permitir a Barcelona salir del letargo y acometer la mayor transformación urbana en muchas décadas. Para eso, los Juegos debían ponerse al servicio de la ciudad y esta había de ejercer un control férreo sobre el proyecto.
La Brigada del Amanecer
El presidente del COI no veía las cosas del mismo modo. Él hubiera preferido una ciudad al servicio de los Juegos, pero si tenía que ser de otro modo, al menos que sus intereses no fueran aplastados por el camino. Los suyos y los de su casta, aquel grupo de adinerados señoritos falangistas conocido en los 60 como la Brigada del Amanecer, que era cuando solían recogerse tras sus juergas Samaranch, Mariano Calviño, Francisco Godia, Jaime Castell y demás.
Sin Samaranch al frente del COI, Barcelona nunca le habría ganado la mano del 92 a París. Samaranch dio a Barcelona información privilegiada sobre cómo ganarse el favor de los jerarcas olímpicos. Y bajo una aparente neutralidad pública, movió los hilos a favor de su ciudad e hizo saber a muchos miembros del COI que consideraría una derrota de Barcelona como una moción de censura a la revolución estructural que él estaba impulsando en el olimpismo.
Estrambótico empeño
Todo eso estaba muy bien y era muy de agradecer, pero Maragall tenía una divisa inquebrantable: el control de la operación olímpica era de la ciudad. Hubo numerosas crisis por los intentos del Gobierno, la Generalitat, los empresarios y el propio Samaranch de acotar el control municipal, pero Maragall supo resistir hasta el final. El primer aviso de cómo iban a ir las cosas se lo llevó el mismo Samaranch cuando el ayuntamiento vetó que la villa olímpica se proyectase sobre unos terrenos de El Prat en los que 20 años atrás habían invertido el presidente del COI, Godia y otros amigos.
Barcelona-92 nació de un pacto entre Samaranch y la ciudad. La ciudad, no una ciudad sometida, sino ya democrática, aceptó el trato, libró el pulso y llegó adonde todo el mundo ya conoce. Por eso ahora suena estrambótico el empeño en reescribir o retorcer la historia. O en borrar un nombre de una escultura.
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