la caja negra de la violencia sexista

No es que se mueran, las matan

El próximo sábado, grupos feministas marcharán en Madrid para exigir que las violencias sexistas pasen a ser un tema político de primer orden. Los asesinatos siguen aumentando mientras la sociedad, entre eufemismos y desidia, parece asumir que esas muertes son inevitables.

NÚRIA MARRÓN

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Este verano terrorífico en el que al menos 25 hombres mataron a sus parejas o exparejas, corría un chiste por las redes sociales que disparaba tal que así: 

–Hola, soy tu ex y vengo a morirte.

–Será a matarme.

–No, que luego en los titulares dirán que has muerto.

Este disparo con cerbatana, nítido y punzante, da cuenta de un tic perverso que los sectores y colectivos que luchan contra las violencias sexistas toman como una de las pruebas de cargo del desenfoque, la anestesia y la banalidad con la que demasiado a menudo aún se explica y se aborda la violencia de género.

Quizá no se hayan fijado. Sin embargo, es frecuente hablar del aumento de los homicidios de mujeres en términos de «mala racha». Como si fueran fruto de la mala suerte. O de un fenómeno meteorológico. ¿Imaginan que nos refiriéramos de la misma manera a las víctimas del Estado Islámico? También menudean las informaciones en las que las mujeres no son asesinadas, sino que, extrañamente, «mueren» o «aparecen muertas». Aquí un ejemplo: «Una mujer fallece en Jerez de la Frontera», decía semanas atrás un titular. Y aquí otro: «Muere una mujer en Jaén por las heridas de arma blanca provocadas por su pareja». ¿Alguien concibe el titular «Obama muere en la Casa Blanca a resultas de las heridas de arma blanca provocadas por Putin»? ¿No se diría directamente que «Putin asesina a Obama»? ¿Por qué tantos rodeos? ¿Acaso son un síntoma de que rehuimos mirar el problema con los ojos abiertos?

Y, ya cogida la carrerilla, los interrogantes aparecen en tromba. ¿Por qué suele decirse que un millar de mujeres han muerto en la última década en España por violencia de género y no que otros tantos hombres han matado a sus parejas o ex? ¿A qué se debe que los más de 60 homicidios que suelen registrarse cada año no se mencionaran ni una sola vez, por ejemplo, en el careo entre Albert Rivera y Pablo Iglesias? ¿Pasaría lo mismo si cada año murieran en los estadios de fútbol el mismo número de personas? Y, sobre todo, ¿como puede ser que a estas alturas del siglo XXI la gran fosa común de mujeres asesinadas aún se considere más una costumbre negra que un tema político de primer orden? 

«Un problema de fondo es que, aunque hayamos mejorado y ahora se hable de violencia de género y no de crímenes pasionales, a menudo la mentalidad aún traiciona y se tiende a abordar cada caso de forma individual, como si fuera un suceso, y los sucesos ni tienen contexto ni se entienden como un problema social. Son culpa del azar, del hombre que, inesperadamente, enloquece por despecho, o incluso de la mujer, que no había denunciado», critica la periodista y profesora Joana Gallego, que junto con Isabel Muntané impulsa el máster Gènere i Comunicació de la Universitat Autònoma de Barcelona. Nota a pie de página: pese a la presión social por denunciar, en Catalunya se están denegando el 66% de las medidas cautelares de protección.

Falta de relato global

«En este asunto aún falta un relato global, entender de una vez que esta violencia es consecuencia de un contexto social y político que anida en la desigualdad entre hombres y mujeres y en las relaciones de poder»,

tercia Muntané. «Y asumirlo no es fácil –añade Gallego–

Cuesta menos hablar del conflicto israelí o sirio, que es externo a nosotros, que de este, que nos afecta a todos. La violencia de género ni es un asunto circunscrito a la pareja, ni a estas muertes se les puede dar carpetazo tras el minuto de silencio. Pero admitir este problema es reconocer que la sociedad no es tan igualitaria ni democrática como pensábamos. Y eso molesta. Es nuestra vergüenza».

Lo cierto es que la bestia, cuando se la mira de cerca, arroja un aliento insoportable. Según el Gobierno, en lo que llevamos de año han sido asesinadas 38 mujeres, 37 menores han quedado huérfanos y, solo en el segundo trimestre, se han presentado 32.000 denuncias. En todo el mundo, el año suele cerrar con un puñetazo de 60.000 feminicidios. Según la OMS, es la primera causa de muerte entre las mujeres entre 20 y 45 años. 

Con estas coordenadas salvajes, el próximo sábado, 7 de noviembre, activistas llegadas de distintos puntos del Estado marcharán en Madrid para «lanzar un grito masivo que denuncie la ausencia de políticas reales más allá de las buenas palabras y los minutos de silencio –denuncia la activista Dolo Pulido, de Ca la Dona–. Las instituciones deben poner de una vez recursos y verdadera voluntad política».

 La campaña, explica, también reclama que los asesinatos pasen a llamarse «feminicidios» y que la ley amplíe lo que considera violencia de género –hasta ahora la ejercida por la pareja o expareja– a cualquier ataque que sufran las mujeres por el hecho de serlo. Ahí entran, por ejemplo, desde las agresiones sexuales y el acoso en el trabajo hasta el tráfico con fines de explotación sexual y laboral.

Insultos, salarios, chistes

Los asesinatos, insiste Pulido, son la expresión más salvaje de la violencia machista. Pero también lo es, recuerda, la violencia psicológica. O los insultos, con la trinitaria puta-gorda-mala madre. O la brecha salarial. O los chistes sexistas. O asumir sin desearlo el peso de los cuidados en solitario. O que la palabra de la mujer, por defecto, sea puesta en duda. O que se le quiera controlar el móvil a la novia. «La violencia la tenemos naturalizada en el ámbito privado, no en el político –subraya la activista–. La desigualdad entre hombres y mujeres no ha dejado de existir, y las violencias, en sus distintas intensidades, son los mecanismos que sirven para mantener el orden establecido». 

Y aquí se abre paso una pregunta que escuece. ¿Por qué después de una década de la entrada en vigor de le ley integral las muertes aún se cuentan por decenas? La abogada Pilar Sepúlveda, vocal del Consejo General del Poder Judicial y miembro de la Comisión de Igualdad, tercia en el debate insistiendo en que el «aumento de las penasno cambia la estructura social». Sí lo consigue, en cambio, un trabajo «multidisciplinar» a largo plazo, sobre todo en prevención y educación. «Sin embargo –lamenta–,los pasos que habíamos dado hacia adelante se han precipitado hacia atrás a grandes zancadas».

A pesar de casos como el Ayuntamiento de Barcelona, que ha marcado este asunto como prioritario, los últimos años no han dejado de sumar agravios. El Estado ha recortado un 25% los recursos destinados a la igualdad y su gestión, afirman los colectivos, es más conservadora. Un ejemplo: la asignatura de Educación para la Ciudadanía –donde debían abordarse los mandatos de género, los estereotipos y las perversiones del amor romántico (con estribillos fúnebres como «sin ti no soy nada», «por ti muero»)– ha sido arrinconada por la religión. «No ha habido tiempo a que se asentara el cambio», lamenta Sepúlveda. «El problema está enquistado porque seguimos educando igual, sin revertir roles ni mandatos de género –añade Pulido–. Y ahora los niños, además, construyen su personalidad bombardeados por series de televisión tremendas y youtubers que incluso usan la palabra feminazi».

En los juzgados, dicen a coro los expertos, falta formación y recursos para acompañar y asesorar a las afectadas, quienes, según las asociaciones de víctimas, «denuncian menos y las asesinan más». Incluso se están denegando un número inaudito de medidas cautelares de protección. En el 2006, en Catalunya se concedían el 70%. Ahora, apenas el 34%. «Urge revisar las valoraciones de riesgo, deben hacerse más estrictas, porque está habiendo muertes», asegura Sepúlveda, para quien esta vuelta atrás, este «retorno general a las viejas estructuras», también salpica a los jueces. «A no ser que los indicios sean incontestables, se sigue desconfiando de la palabra de las mujeres –denuncian las unidades de atención a las víctimas–.Además, en los juzgados se vive una cierta impotencia». 

Pero si hay consenso en algo es en la urgencia de que los hombres se impliquen en esta lucha. Que metan la masculinidad tradicional en la sala de despiece y diseccionen sus violencias, finas y gruesas. Que las pongan en cuestión y no miren hacia otro lado. Y que revisen de qué manera el hecho de nacer varones les ha otorgado privilegios y también legitimidad para usar la violencia para solucionar conflictos o incluso para expresar emociones.

Así lo dice Rubén Sánchez Ruiz, psicólogo, formador, agente de igualdad y miembro de Aliats del Feminisme. «En la sociedad machista, tenemos el poder, pero sentimos que lo hemos perdido. De ahí que a menudo nos hagamos los mártires y no dejemos de poner excusas. Que nosotros también sufrimos, que no es justo que nos metan a todos en el mismo saco», asegura. El psicólogo considera que, a pesar del bombardeo de informaciones, las violencias sexistas, en el fondo, siguen siendo un tabú. «A menudo preferimos cerrar los ojos, pensar que son cosa de cuatro locos. Pero lo que en realidad nos dicen es que la sociedad no funciona bien y que se deberían revisar sus cimientos. De las relaciones de pareja a los medios de comunicación, y de la educación a la economía. Imagínense».