UNA ADICCIÓN EN AUGE

La capital de la heroína

Un drogadicto, tras inyectarse heroína en una pierna, en un lavabo de Estados Unidos.

Un drogadicto, tras inyectarse heroína en una pierna, en un lavabo de Estados Unidos.

RICARDO MIR DE FRANCIA / Washington

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A mediados del siglo pasado la avenida de Pensilvania era el Harlem de Baltimore, una calle donde se sucedían tiendas y salas de espectáculos en las que una buena noche se podía ver a Dizzie Gillespie o Duke Ellington. Pero de aquel esplendor solo quedan un par de monumentos conmemorativos. Los disturbios de 1968, desatados tras el asesinato de Martin Luther King, y la salvaje desindustrialización de la ciudad hundieron el barrio. Hoy es un gueto negro de gente ociosa en las esquinas, comercios parapetados para evitar los asaltos y docenas de edificios chamuscados o tapiados. Uno de los mayores mercados de drogas de Baltimore.

«Tío, esto es peor que Detroit», dice el dependiente yemení del colmado D&M. Se asoma desde una mampara de seguridad y, cada vez que entra un cliente, baja la voz. «Aquí es todo drogas, pistolas y pandilleros. Hay tiroteos cada dos por tres». Las dimensiones del negocio de la droga en esta avenida las describió hace unos años el traficante Don Papa. «Esto es una jodida mina de oro», les contó a unos detectives, según el Baltimore Sun. En una sola noche decía embolsarse 130.000 euros. «Esta es la capital de la heroína de América. En ningún sitio se vende tanto jaco como en la avenida de Pennsylvania».

La muerte de Phillip Seymour Hoffman ha puesto de relieve el resurgir de la heroína en EEUU. En el 2012 se había doblado el número de heroinómanos respecto a los del 2007, mientras las muertes por sobredosis aumentaban un 45%. La agencia antidrogas habla ya de un problema de «proporciones epidémicas».

En ningún sitio es tan acuciante como en esta ciudad portuaria a 45 minutos de la capital, donde el caballo ha sido parte del paisaje desde los tiempos del bebop y los beatniks. Casi uno de cada 10 de habitantes -cerca de 60.000 personas- está enganchado a la heroína. Una estadística difícil de creer si no viniera de las agencias federales. El departamento de salud de la ciudad rebaja el número de yonquis a solo 48.000, el 7,5% de la población. «Es una cultura que ha ido pasando de padres a hijos desde la década de 1950 para convertirse en una forma de vida», dice Thomas Carr, director de Hidta, un programa federal que trabaja junto a la policía y las autoridades sanitarias para combatir esta plaga.

En la oficina de los servicios sociales, la cola es infinita. Baltimore es la perfecta ciudad disfuncional, como quedó retratado en la serie The wire. Sus índices de pobreza, homicidios, sida, embarazos juveniles y hogares de madres solteras están entre los más altos del país. Hay 16.000 viviendas vacías. Un tercio de la población se fue con las fábricas. «Buena parte del crimen está relacionado con las drogas, y estas con la falta de oportunidades para los jóvenes», afirma Diana Morris, la directora local de la fundación Open Society del multimillonario George Soros.

Barata y fácil de obtener

Pero la heroína no solo está circunscrita a los enjambres de viviendas de protección oficial como los que rodean la avenida de Pensilvania. En los últimos años, como sucede en el resto del país, ha penetrado en los suburbios y las zonas rurales, entre la clase media y los jóvenes. La puerta de entrada son los analgésicos opiáceos, medicamentos como la oxicodona o la vicodeína, recetados para los dolores crónicos de espalda, la artritis o las migrañas.

«Estos fármacos se han encarecido y se han restringido, así que muchos pacientes se han pasado a la heroína porque es más barata y fácil de obtener», explica el doctor Michael Hayden desde el Center For Addiction Medicine, una clínica de desintoxicación. Amy es una de sus pacientes, una chica blanca de 21 años, de gesto hierático y vestida con un chándal. Amy empezó a consumir opiáceos en el instituto. Probó con otras drogas, pero al llegar a la heroína ya no buscó más: «Era más barata y me daba un subidón más intenso».

A medida que aumenta la tolerancia del usuario y el cuerpo le pide mayores dosis, la heroína acaba convirtiéndose en un agónico trabajo a tiempo completo. A Amy su hábito le costaba 220 euros al día, 6.600 al mes. «Lo único que haces es pensar en cómo vas a pagar la próxima papela, a qué camello se la vas a comprar. Yo tuve que hacer estriptís, y otras cosas que nunca hubiera imaginado que haría». Y por el camino Amy fue perdiendo desde los amigos hasta la motivación para perseguir sus sueños. «No me ha pasado nada positivo desde entonces», dice con semblante sombrío.

Cárceles llenas

La mayoría de la heroína que entra en EEUU lo hace a través de la frontera mexicana. Y desde allí viaja hasta Baltimore por carretera o en avión, a veces por correo, según Carr. Se esconde dentro de cocos o plátanos o se inyecta en pantalones vaqueros. «Hay mucha competencia entre las mafias. Los cárteles mexicanos de Sinaloa y la Familia dominan el negocio, pero son las organizaciones locales las que se encargan aquí de distribuirla», asegura el director de Hidta.

Hay quien dice que el negocio de la droga se ha convertido en el negocio de Baltimore. El diario local City Paper estimó en el 2009 que la heroína y la cocaína generaban 666 millones de euros anuales, tanto como todos los restaurantes y hoteles de la ciudad. El doctor Hayden lamenta que «durante demasiado tiempo» las drogas se han afrontado como un problema de seguridad y no de salud pública. «Las cosas están cambiando, seguramente porque las cárceles ya están llenas», dice con sarcasmo. Los primeros programas de metadona (un sustitutivo de la heroína) en las prisiones de Maryland se introdujeron en el 2008. Y la nueva reforma sanitaria obliga a las aseguradoras a cubrir los tratamientos de desintoxicación. «En este país estamos casados con la abstinencia, por eso cuesta tanto cambiar la mentalidad», añade Hayden.

En la avenida de Pensilvania, iglesias y mezquitas ofrecen otra vida a los que quieren apartarse del círculo vicioso de droga, crimen y prisión. «Hace 40 años le rompíamos las piernas a quien vendía cerca de la mezquita», dice Abdul Gray, voluntario de la mezquita Al Haq. «Ahora hablamos con él. La gente sabe cuál es nuestra política, y acude a nosotros». Cada viernes, unas 600 personas asisten a la plegaria. Casi todos son afroamericanos sin raíces musulmanas.