ANÁLISIS

El juguete de las guerras

Un militar ruso entrega supuestamente zumo de frutas a niños de Alepo (Siria), en una imagen sin fecha distribuida por el Ministerio de Defensa ruso.

Un militar ruso entrega supuestamente zumo de frutas a niños de Alepo (Siria), en una imagen sin fecha distribuida por el Ministerio de Defensa ruso. / periodico

Rafael Vilasanjuan

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¿Hay alguien que no se plantee estos días cómo afrontar un año mejor? Nada como mirar el retrovisor y encontrar algunas pautas para conseguirlo. En el ámbito personal, cada uno tendrá su margen de mejora; en el global, el informe de Unicef sobre la situación de los niños en conflictos puede darnos alguna pista por la que transitar para intuir un camino mejor en el año que empieza.

Incorporamos las guerras a nuestra realidad como sin fueran parte de un sufrimiento compartido. Pero no es así. Hablamos del dolor en Siria, en Yemen o de los rohinyás en Birmania, pero rechazamos sus consecuencias. ¿Cuántos de los que han huido de estos conflictos se encuentran entre nosotros al abrigo de la violencia que les persigue? ¿Cuántos han encontrado asilo? ¿Qué hemos hecho con los refugiados, mas allá de buscar acuerdos con terceros países para contenerlos lejos de nuestras fronteras? Las guerras son siempre así: generan una violencia absurda y sistemática sobre toda la población. Este último informe solo nos recuerda que los más vulnerables siempre son los niños, un juguete en manos de quienes les someten, que ni reprochan ni cuestionan, obedecen ante el temor y por esa misma razón son capaces de ser aún más crueles.

Algunas de las cifras del informe son muy reveladoras. En Kasai, una provincia remota de la República Democrática del Congo, casi un millón de niños han sido expulsados de sus casas este año, en Yemen más de 11 millones de menores necesitan ayuda urgente. La consecuencia inmediata de un conflicto es la incapacidad de continuar una vida normal. Desaparecen escuelas y centros de salud e inmediatamente se pierden negocios y cultivos, con la consecuente falta de alimentos. Pero la principal amenaza es la violencia sistemática y ahí es donde los menores sufren aún más. En Siria los niños son utilizados como escudos humanos, en Sudán se habla de 20.000 reclutados forzosamente por los diferentes grupos armados y en los alrededores del lago Chad, en Nigeria Camerún, las guerrillas radicales de Boko Haram no solo utilizan niñas como esclavas sexuales, sino que también deshumanizan a centenares de niños para que acaben convertidos en atacantes suicidas.

Tal vez el número de conflictos no vaya en aumento, lo que ocurre es que el mapa del terror avanza a medida que aumenta el silencio y la indiferencia.

Nos inquieta la incapacidad de parar muchas de las guerras que hoy amenazan como ninguna otra la realidad de millones de niños. Pero su futuro no debería depender solo de ellos, de su suerte. Inocentes, sin otra culpa que haber nacido en tierra hostil mientras siguen atrapados bajo el conflicto, necesitan ayuda. Pero si queremos corregir, miremos a los refugiados, los que han logrado huir y llaman a nuestra puerta. La mitad son menores, juguetes rotos por mil guerras, que deberíamos acoger y darles un recibimiento cariñoso, en vez de condenarles a que se busquen la vida mientras esperan que su infierno encuentre algún camino de regreso.