LA SITUACIÓN DEL SECTOR AUDIOVISUAL
Recuperar la magia del cine
Ver una película en la gran pantalla es un viaje iniciático de dos horas que empieza al apagarse la luz
Sonia Herrera
Doctora en Comunicación Audiovisual y Publicidad y activista feminista.
SONIA HERRERA
Desde que era niña, ir al cine en Navidad ha sido una tradición inquebrantable. La primera película que me llevaron a ver mis padres fue ‘101 dálmatas’. Debía tener unos cuatro años. La segunda fue 'Cariño, he encogido a los niños'. Lo recuerdo perfectamente. Ilusión y palomitas, una gran combinación.
A estas siguieron año tras año 'La sirenita', 'La bella y la bestia', 'Colmillo Blanco', 'Aladdín', 'El rey León', 'Pocahontas' o 'El jorobado de Nôtre Dame' y, con unos añitos más, 'Titanic' o las sagas de 'El señor de los anillos' y 'El Hobbit'. La mayoría de ellas las vi en salas que ya no existen como el Cine París de Portal de l’Àngel, los Lauren de Horta y Sant Andreu, el Alexandra, el Bailèn, el Victoria o el mismísimo cine Río, el cine de mi barrio, en la calle Matanzas número 40, donde ahora no queda ni rastro de lo que un día fue.
La experiencia íntima y única de ver una película en una sala de cine es insustituible
Ejercicio de nostalgia
En tiempos de Netflix, de HBO, de Filmin, de plataformas de televisión por cable, de cine a la carta, de YouTube y descargas –más o menos legales–, mis recuerdos ciertamente pueden ser leídos como un ejercicio trasnochado de nostalgia, como las batallitas de la abuela Cebolleta. ¿Qué ha sucedido en estos últimos 15 años para que esto sea así?
Los datos –desoladores– están ahí. Según el Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, en el año 2001 hubo casi 147 millones de espectadores; en 2016, no llegaron a los 102. La crisis económica, evidentemente, puede haber influido en tal descenso y los altos precios de la taquilla no ayudan en absoluto, pero es innegable también que las pantallas se han multiplicado y nuestros hábitos como espectadores y espectadoras han cambiado, convirtiendo el cine en una práctica doméstica (y domesticada a golpe de mando a distancia) y relegando su carácter social a una anécdota.
Emoción compartida
Pero hay algo que, en mi opinión, también resulta incuestionable: la experiencia íntima y única de ver una película en una sala de cine es insustituible. Y me explico. Un paseo virtual por la National Gallery de Londres puede ser interesantísimo, pero no puede remplazar la admiración que produce observar de cerca la 'Venus del espejo' de Velázquez y recrearse en sus detalles, ni tampoco sustituir la turbación en el ánimo que provoca sentarse ante el 'Experimento con un pájaro en una bomba de aire' de Joseph Wright. De igual forma, podemos ver la grabación de una obra de teatro por televisión, pero jamás sentiremos la emoción compartida de ver sobre las tablas a una formidable Blanca Portillo metiéndose en la piel de María de Nazareth ni la congoja y la indignación a la que nos llevaron Astrid Jones, Juan Diego Botto y Sergio Peris-Mencheta con esos tremendos monólogos sobre exilio y desapariciones forzosas que construyeron en 'Un trozo invisible de este mundo'.
Y es que el cine, como muy bien supo narrar Scorsese en 'La invención de Hugo', también posee esa magia. Una magia que se activa al repasar la cartelera, se acrecienta al pisar el suelo alfombrado de la sala de cine y se dispara al sentarse en la butaca y escuchar los primeros acordes de una banda sonora con ese sonido envolvente multicanal que nunca podremos conseguir en el sofá de casa por mucho 'home cinema' que tengamos. Es la magia que enamoraba de por vida a Salvatore en 'Cinema Paradiso'. Y en estos tiempos más bien distópicos que nos toca vivir, preservar esa magia puede ser una acción sumamente revolucionaria de la que deben formar parte también los más pequeños.
Sociología urbana y cultural
Explican Felicidad Loscertales y Trinidad Núñez en un artículo publicado en el 2008 por la revista 'Comunicar' que desde sus orígenes el cine fue "no solo un elemento de distracción e información sino un acontecimiento social. Ir al cine, independientemente de la película que se proyectase, era un momento de contacto comunitario, de intercambios sociales, de pretexto para entablar, mantener y consolidar todo tipo de relaciones..., toda una sociología urbana, cultural, grupal. Porque al cine casi nadie iba solo; se trataba de pasar un buen rato en compañía. Previamente se debatía sobre la película a elegir y después se discutía ampliamente sobre lo que se había visto en la pantalla".
Ese es el carácter del cine que se ha ido diluyendo y que es importante recuperar para las generaciones más jóvenes. Porque el cine sigue siendo un factor de socialización fundamental en nuestras vidas y lo es, más aún, cuando forma parte de la esfera pública y podemos contrastar las emociones que nos produce un film con personas que no forman parte de nuestro núcleo familiar. Es así como aprendemos a no contener el llanto viendo 'Estiu' 1993, ni la intriga con 'El libro secreto de Henry', y es así como reconocemos en el rostro de la persona de al lado los saltos entre esperanza, alegría y enfado de 'La librería' y el asombro de Miguel en 'Coco' al llegar al Mictlán, la tierra de los muertos. Es un ejercicio colectivo de inteligencia emocional. Empatizamos con lo que sucede en la pantalla y nos sabemos acompañados en ese viaje iniciático de dos horas que comienza cuando se apagan las luces.
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