Ante la cita del 21-D

No somos país de revanchas

Nos venden a gritos el desquite mientras defienden los desahucios exprés, recortan el gasto social o abaratan los despidos, nuestros despidos

Miles de manifestantes se concentran en la explanada del Parque del Cincuentenario.

Miles de manifestantes se concentran en la explanada del Parque del Cincuentenario. / periodico

SANDRA EZQUERRA

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Mis padres llegaron de Los Monegros en los 70. Yo crecí en Sant Boi de Llobregat. Solares vacíos, obra nueva, barrio obrero y muchos extremeños. Eran nuestros vecinos, pero sus historias y sus formas eran distintos. Tampoco me parecía más a los otros, los catalanes. Porque los catalanes de verdad no éramos nosotros, sino aquellos que habían vivido siempre allí y no se llamaban ni López ni García. También ellos eran mis vecinos, pero me parecían más respetables, más seguros de ellos mismos y menos pobres.

Mi madre nunca aprendió catalán. Un día se burlaron de ella cuando lo intentó y creo que se bloqueó para siempre. Yo siempre supe que no era mi lengua materna, pero no por eso dejaba de ser mía. Hubo multitud de amigos de multitud de orígenes. El colegio nos mezcló. Fuimos los primeros hijos de la Transición y de la inmersión lingüística. Sin embargo, la amenaza constante de la etiqueta de charnegos nunca dejó de doler. Nos sentíamos un poco menos. Me lo confirmó años después la madre de una amiga cuando me confesó avergonzada que, malagueña y de origen humilde, nunca estaría a la altura de la catalanísima y acomodada familia de su yerno. Así nos instalamos y crecimos en el cinturón rojo: siendo 'los otros' en una frontera invisible y silenciosa que marcaba nuestras vidas y nuestros sueños.

Los "mañicos"

Hoy mis padres siguen hablando de los catalanes en tercera persona. Han acabado, como mucha otra gente, con un pie en cada orilla. Aragón es su cuna, aunque allí seamos "polacos". Catalunya es la tierra que los ha acogido pero que a menudo ha dicho "mañicos" con desdeño mal disimulado. Dicho esto, mis padres saben mejor que nadie que no hay país sin su pueblo y no hay pueblo sin su gente. No se entiende Catalunya sin hablar de las personas que tienen el corazón dividido. También ellas han llenado sus calles, sus centros de trabajo, su cultura popular y sus esperanzas. También ellas la han construido hasta llegar a ser lo que es hoy.  

A mí ya no me escuece lo de ser charnega. Lo abracé, hace ya tiempo, como parte de quien soy. Lo revindiqué como reivindico una Catalunya mestiza donde nosotros también somos protagonistas. Se trata de convertir el dolor en un homenaje a la resiliencia de quienes recorrieron caminos espinosos para llegar aquí y a la solidaridad de los que aprendieron a acogerles con los brazos abiertos. Se trata de tejer futuros donde las historias de todos se entrelacen en una apuesta nítida de dignidad para nosotros, para los que estaban antes que nosotros y también, no nos olvidemos, para los que llegaron después.

No hay guerra

Cierto es que vivimos tiempos difíciles. Angustias que creíamos extintas regresan para perseguirnos. La cicatriz que traza las distintas partes de nuestra historia se reblandece y amenaza con infectarse. Pero que no nos confundan: no hay guerra entre españoles y catalanes, ni entre más y menos catalanes, ni entre quienes se sienten catalanes y los que se sienten otra cosa. Si alguna guerra hay es la que están librando aquellos que nos quieren enemigos. Resucitando nuestro sufrimiento de ser 'los otros', nos venden a gritos el desquite mientras defienden los desahucios exprés, recortan el gasto social o abaratan los despidos, nuestros despidos. Buscan convertir este momento en una movilización de la crispación y el resentimiento para poder así camuflar que sus prioridades no están con la gente. No están con nosotros.

Rechazar los bloques no significa renunciar a nuestras ideas, sino ser capaces de sentir el dolor de quien piensa, de quien habla, de quien es distinto. Frente al "¡a por ellos!" de Ciudadanos y del Partido Popular, con el silencio cómplice del Partido Socialista, defendamos una Catalunya en la que nos escuchemos y tendamos puentes. Reivindiquemos que hemos sido y somos motor, pero también alma, de Catalunya como los que más. Y como los que más, nos dejaremos la piel para garantizar que nuestras discrepancias y las heridas que han empezado de nuevo a doler se solucionen desde el diálogo e incluso desde la ternura. No nos merecemos otra cosa.