opinión

La supuesta neutralidad de la revolución tecnológica

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Carlos Obeso

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No deberíamos responsabilizar a la tecnología de la bondad o maldad de los actos humanos. Un cuchillo puede servir para cortar cebolla o para matar y es quien lo maneja el que decide su uso.  

Pero hay matices. En 'Modernidad y Holocausto', Zygmunt Bauman argumenta que el Holocausto fue un producto de la modernidad. El desarrollo tecnológico y la organización burocrática posibilitaron lo que los 'pogroms' (violencia asesina contra los judíos) no habían logrado, "la destrucción total de la raza judía". Y aquí el matiz. El partido nazi y sus seguidores (y tantos otros anteriormente) ya se habían planteado el exterminio total: la revolución industrial lo posibilitó. La tecnología no era culpable, pero favoreció que una población no simpatizante con el pueblo judío, pero con el que convivía cotidianamente, aceptara (o mirara hacia otro lado) la solución final.

También la revolución digital, en principio neutra, está posibilitando el debilitamiento (por aceptación acrítica generalizada) de principios y valores sobre las que se sustenta la democracia social. Señalaré dos por su especial relevancia.

La renuncia aceptada de la privacidad, prerrequisito de la autonomía y del libre albedrio, sería la primera. Las decisiones libres solo son posibles cuando se dan en espacios protegidos, donde existe la confianza y la confidencialidad y donde los individuos puedan decidir lo que quieren que sea accesible a los otros y lo que no. Eso no solo no es posible, sino que incluso parece indeseable. En palabras de Eric Schmith, CEO de Google, "si hay algo que no quieres que los demás sepan, mejor que no lo hagas". Y a esta renuncia, que acepta el derecho de que la información que generamos sea gestionada por entidades ajenas, se le suma la renuncia consecuente del libre albedrio. Se asume, cada vez más, que nuestras decisiones (qué comer, a quién querer u odiar, a dónde viajar) puedan ser tomadas por entidades ajenas que gestionaran mejor que nosotros lo que nos interesa, o lo que no.

Aceptamos también acríticamente que la tecnología y su desarrollo signifiquen el fin del trabajo asalariado, sobre el que -hay que recordarlo- se asienta la democracia moderna. La progresiva liberalización de la mujer, y es solo un ejemplo, está íntimamente relacionada con su incorporación masiva al trabajo asalariado.  Aceptar esa deriva, entrando, por ejemplo, de forma acrítica en la discusión de la renta universal sustitutoria del salario (un planteamiento que no por casualidad tiene su origen en los tecnólogos de Silicon Valley) es también una renuncia peligrosa a nuestra libertad.

El despliegue de la tecnología digital va a suponer (o está suponiendo ya) enormes avances en el bienestar de las personas. Pero no es un despliegue neutro y debe, por tanto, ser objeto de discusión púbica, es decir, política.