La crisis catalana

El tiempo corre contra Puigdemont

La sacudida de una posible DUI ha despertado todos los demonios, entre ellos el de la fractura social

Puigdemont, durante su comparecencia en el Parlament.

Puigdemont, durante su comparecencia en el Parlament. / periodico

ANDREU CLARET

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Hasta ahora, los estrategas del 'procés' habían manejado el tiempo con destreza. Y los calendarios, en política, lo son casi todo. El tempo de la primera y larga batalla por el Estatut de Maragall fue letal para el PP. Cuando Rajoy llegó al poder, los independentistas a penas llegaban al 30% de los votos. Ahora, pasan del 40%.

Semejante proeza (que escoceses y quebequeses contemparon con envidia) se asentó en las dos 'p' que caracterizaron la movilización social  y su correlato político: paciencia (infinita) y pacifismo (a ultranza). Por decirlo en términos gramscianos, la acumulación de fuerzas fue la virtud principal de un movimiento que se hizo hegemónico en sectores decisivos de la sociedad catalana.

El misterio de las prisas

Y de repente, todo fueron prisas. El porqué es un misterio. Se lo pregunté una vez a Puigdemont y la (no) respuesta fue el compromiso adquirido con sus electores. Como si en política los compromisos fueran inamovibles. Como si él fuera más un hombre de partido que el presidente de una nación. Quizá fuera por la influencia de aquel «'tenim pressa, molta pressa'», de Lluís Llach, o por la ilusión que una independencia exprés suscita en la gente de una generación que libra la última batalla. Yo creo que ERC pensó que la cerrazón de Rajoy constituía una oportunidad de oro. Ahora o nunca, pensaron. Como en 1934. 

Ocasiones únicas

Las prisas pueden justificarse si se trata de asaltar el Palacio de Invierno o La Bastilla, pues hay ocasiones que solo se dan una vez en la vida. Pero no suelen ser compatibles con seguir ganando adeptos. Y el 'procés' necesitaba seguir ganándolos. Luego vino el espejismo provocado por las torpezas del PP. Los horizontes del soberanismo se ensancharon hasta límites indecibles pero etéreos. Mucha de la gente nueva que ha salido a la calle contra el 1-O o el encarcelamiento de Sànchez y Cuixart lo ha hecho más por rechazo a la violencia que por la independencia. Las prisas provocaron una dinámica diabólica que soliviantó la calle, endureció el Estado y liquidó el Parlament. Y abrió una peligrosísima deriva de cuanto peor, mejor.

Con la aceleración de los ritmos, Puigdemont descubrió cuán erróneos eran los vaticinios de Mas y Sala i Martin. La fuga de empresas impide seguir cosechando adhesiones. Incluso mantenerlas. Y la sacudida que dio al 'procés' la perspectiva de una DUI ha despertado todos los demonios. Entre otros el de la fractura social. Aquella que el independentismo siempre había negado. La que sus más lúcidos defensores siempre habían temido. Hasta en mi barrio, en el Born, han aparecido banderas españolas. ¿Ingenuidad? Más bien ceguera provocada por los éxitos.

Tengo un amigo en una gran ciudad del cinturón industrial que cada jueves se reúne con mas de mil independentistas. Decididos a todo. Respeto su determinación pero cuando le recuerdo que la participación en su ciudad fue del 23%, mira para otra parte. Esto es lo que hicieron los líderes del 'procés' tras el 1-O. Huir hacia adelante. Vamos a ganar y, si hace falta, vamos a resistir, dice mi amigo. No será fácil. Porque el tiempo y el 155 se les vienen encima.