La política 'futbolizada'

Tanto clamar contra la politización del deporte para descubrir que la verdadera amenaza era suplantar la batalla de las ideas por la lucha entre aficiones fanatizadas

ENRIC HERNÀNDEZ

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El flamear de rojigualdas despide a los policías andaluces que parten rumbo a Catalunya. Gritos de "a por ellos" al paso de la heroica comitiva. En pleno registro policial, la masa enfervorizada acorrala a las "fuerzas de ocupación" mientras corea ufana: "Así empieza la independencia." Unos proclaman que el 1-O ganarán "por 10 a 0". Los otros anuncian que el "referéndum o referéndum" lo ganarán sí o sí, tanto si votan como si se les impide hacerlo. 

¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué los graves acontecimientos de estos días se narran en antena con igual épica y partidismo que un clásico entre Barça y Real Madrid? ¿De verdad nos creemos que el árbitro siempre favorece al adversario? 

No hace tanto que la violencia en los estadios se aceptaba con resignación como un mal endémico del fútbol de élite. Los enfrentamientos entre seguidores radicalizados se saldaban con destrozos materiales, heridos y, en ocasiones, víctimas mortales. Cuando al fin se tomaron cartas en el asunto, la prioridad fue amonestar a los directivos de clubes que incitaran el odio entre aficiones.

En paralelo a este proceso de civilización de los espectáculos deportivos, aún inconcluso, la política parece recorrer el trayecto inverso. El proceso independentista independentista ha transformado el debate político hasta desfigurarlo, tanto en Catalunya como en el conjunto de España. Y no por culpa de los aficionados, sino de los directivos.

PASIONES, NO RAZONES

El partido del 1-O ya no se disputa en el césped de las instituciones, sino en la grada. La política ha abdicado de su principal deber, que es representar a todo el pueblo y procurar el bien común, y lo ha subcontratado a "la gente", entendida esta como la masa popular movilizada bajo la batuta de entidades privadas, ajenas al escrutinio público. A falta de razones se invocan pasiones. La legitimidad moral justifica la ruptura de la legalidad.

Tanto clamar contra la politización del fútbol para al fin descubrir que la verdadera amenaza era la política 'futbolizada', que suplanta la batalla de las ideas por la lucha entre aficiones fanatizadas. Una irresponsabilidad que a todos nos pasará factura.