Ante una semana decisiva

¿Cuándo se jodió el Perú?

Pretender sustituir la legalidad española por una nueva legalidad catalana es una barrabasada jurídica y política

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JOAN TAPIA

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El  independentismo afronta una semana crucial que me hace recordar aquella pregunta de 'Conversación en la Catedral': ¿cuándo se jodió el Perú? ¿Cuándo derrapó el independentismo?

Las teorías conspirativas de la historia, o sus lecturas unidireccionales, acostumbran a ser falsas. O incompletas. El independentismo no surgió por una conspiración de Artur Mas desde la Generalitat. Ni por la protesta generada por la crisis económica. Ni por lo que algunos llaman el «lavado de cerebro» de TV-3. Ni por el trato fiscal que recibe Catalunya. Ni porque España sea un «Estado opresor». Ni porque el catalanismo abrazase el siglo XXI. Ni por el «adoctrinamiento» de los niños catalanes a los que el ministro Wert quería españolizar.

Frustración de la España plural

Todo pudo contribuir. Pero la 'legitimidad' del actual independentismo tiene su partida de nacimiento en la ruptura de expectativas que sobre una España inclusiva, una España que con reparos iba digiriendo su pluralidad, supuso la sentencia del Constitucional del 2010 respecto al Estatut votado cuatro años antes en un referéndum.

También por la confusión sobre las causas de aquel fracaso, originado por la cerrazón del PP y por la lucha cainita entre el PP y el PSOE. Pero también por la división catalana. El tripartito quería que el Estatut consagrara el destierro de CDC del poder. Artur Mas –pacto con Zapatero mediante– lo asumió como la oportunidad de romper la entente 'antinatural' de ERC con el PSC. Y todos juntos olvidaron que pese a que el PP había perdido (por la locura de Aznar con Irak) era, y sigue siendo, el partido de media España, la conservadora. Y como en la historia admitir los errores propios tampoco es lo usual, la culpa se descargó en la España inquisitorial.

El independentismo derrapó al proclamar que el 48% de los votos le permitía exigir un Estado

Y de este mixto de protesta y confusión nace la legitimidad del independentismo, que salta de máximos del 25% antes del Estatut a cotas del 40-45% tras la mayoría absoluta del PP en España y al 47,8% en las elecciones plebiscitarias del 2015, planteadas como el referéndum prohibido. Ese es el ascenso del independentismo. ¿Cuándo derrapó? A mi entender, cuando interpretó que el 47,8% era una victoria que legitimaba la independencia. Un esfuerzo más… y listo. No era así. El independentismo sumó el 39,4%, y hasta el 47,8% se llegó con la CUP, que no solo quiere la independencia sino enterrar la sociedad occidental. Además, el 47,8% no es el 50,01%, y tampoco se rompe un Estado europeo con el 51%.

El independentismo proclamó victoria. Se negó a reflexionar y ver que debía rectificar. Que Catalunya precisaba un consenso más amplio y más sólido –del orden de los dos tercios– para poder negociar con Madrid desde una posición firme. Y que además –como ha hecho el PNV– había que saber esperar a que el PP –pérdida de mayoría absoluta mediante– tuviera que hacer un ejercicio de humildad.

Ahí el separatismo derrapó. Pero esta próxima semana le puede pasar lo del Perú. No hay democracia sin Estado de derecho, que no se puede liquidar con mayorías insuficientes y precarias. Querer sustituir la llamada legalidad española con una hipotética nueva legalidad catalana es una descomunal barrabasada jurídica y política. Porque los catalanes votaron –en mayor proporción que el resto de españoles–la Constitución. Y porque lo que se hará este miércoles, forzando hasta extremos el reglamento, al votar la ley de referéndum (y quizá la de desconexión) es romper también la legalidad catalana, que en el Estatut, refrendado por los catalanes, exige para su cambio una mayoría cualificada de dos tercios.

Ridículo del 'conseller' de Interior

Y no solo para el Estatut, también para la reforma electoral. Es esperpéntico que cuando no ha habido en 37 años la suficiente unidad para hacer una ley electoral propia se proclame que sí existe para exigir la independencia. Y es este sentimiento crecientemente exclusivista el que lleva a ridículos como el del 'conseller' de Interior cuando pretende dictar la conducta de la prensa catalana. Olvidando que no hay catalanes buenos y catalanes malos sino solo ciudadanos de Catalunya, libres e iguales, que tienen derecho a sentir, pensar y expresarse sin ningún tipo de censura.

Cuando se vulneren las normas democráticas para votar la ruptura y los diputados no afectos abandonen el Parlament, no solo no se estará al borde de la independencia, sino que se habrá partido la sociedad catalana. Entonces pasará lo de Perú, porque habrán dado la razón a Aznar cuando dijo que antes de que se rompiera España se dividiría Catalunya. Espero –sin esperanza– que quede algo de 'seny'.