La otra cara de la cita olímpica

De Barcelona-92 al 1-0

Aquellos histórico Juegos Olímpicos se pueden leer como un desagradable pero inevitable pulso entre las fuerzas del españolismo y del catalanismo

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MARÇAL SINTES

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Hemos asistido, con motivo de su 25 aniversario, a un auténtico festival evocativo de los Juegos del 92. Ha tenido a su favor el buen recuerdo que la cita olímpica dejó en los barceloneses y los catalanes, y también, para qué engañarnos, que todos éramos un cuarto de siglo más jóvenes. El humano es nostálgico por naturaleza. El relato oficial ha sido repetido hasta el hartazgo. Este relato tiende a obviar, o a retratar como anecdóticos, los elementos que contradicen o abren grietas en la recreación de un pasado ni tan bonito ni tan armonioso.

De lo que me gustaría ocuparme ahora, sin embargo, es de la dimensión histórico-política que tuvieron los Juegos, sobre la que tengo la impresión que se han producido pocas reflexiones de conjunto y con la perspectiva del tiempo transcurrido .

Mi opinión es que los Juegos se pueden leer, en primer lugar, como un desagradable pero inevitable pulso entre las fuerzas del españolismo y del catalanismo (o nacionalismo catalán). En segundo lugar, y a modo de propuesta interpretativa, diría que 1992 supuso un cambio de rasante que condicionó todo lo que vendría después.

La primera responsabilidad de los Juegos recaía en el Ayuntamiento de Barcelona, al frente del cual estuvo Narcís Serra -que puso en marcha la iniciativa- y después Maragall, toda vez que los Juegos se conceden a ciudades. No obstante, la Generalitat, en manos de Jordi Pujol y CiU, tenía mucho que decir. También el Gobierno central y el PSOE de González.

Una ciudad española del Mediterráneo

Unos Juegos Olímpicos son un asunto político de primer orden. Teniendo esto en mente, no es de extrañar que el catalanismo pronto se diera cuenta del peligro que suponía que los socialistas dispusieran de su control absoluto. Si los dejamos hacer, pensó Pujol, Barcelona aparecerá en ojos del mundo exclusivamente como una ciudad española situada en la costa mediterránea.

El catalanismo no pensaba permitir que Catalunya quedara borrada. Al contrario: los Juegos debían mostrar el mundo que Catalunya es una nación y tiene una lengua y una identidad propias. Como supongo que se recordará, a principios de los 90 Pasqual Maragall, lejos aún de su evolución posterior, jugaba a enfrentar la gran ciudad, Barcelona, con la nación, Catalunya, a beneficio no solo de sí mismo y de Barcelona, sino también del españolismo jacobino del PSOE, algo que al PSC, o su parte más importante y poderosa, ya le parecía bien.

El catalanismo quería impedir, además, que los Juegos decantaran el combate por la hegemonía que había comenzado la primavera de 1980, cuando Pujol había sido investido 126º presidente de la Generalitat.

Un distanciamiento progresivo

Los Juegos forman parte del conjunto de acontecimientos concretos y heterogéneos que ribetean el progresivo distanciamiento entre Catalunya y España tras el pacto de 1978, acontecimientos que desembocan en la decisión de celebrar el referéndum del 1-O. Otro fue el 23-F, a partir del cual Juan Carlos I y las élites españolas empiezan a desprenderse de su compromiso con Catalunya. También los choques entre el gobierno del PSOE y la Generalitat. Y el 'caso Banca Catalana'. Los acuerdos de CiU con Felipe González y el Pacto del Majestic y, muy importante, la mayoría absoluta del PP del 2000. Hasta comenzar la secuencia que desembocaría en el enfrentamiento actual con la elaboración del Estatut del 2006 y el salvaje rechazo del PP de Rajoy.

Las discusiones y los incidentes que se produjeron durante los Juegos o antes -la pitada al rey en el Estadi Olímpic de Montjuïc, por ejemplo- y, sobre todo, su éxito y la potencia de su proyección hicieron, de alguna manera, que el nacionalismo español llegara a la conclusión de que en la cuestión de Catalunya se había ido demasiado lejos, se había aflojado las riendas de forma temeraria. Como se sabe, Madrid, que había fracasado ya a finales del franquismo, intentaría, después de Barcelona 92, conseguir los Juegos hasta en tres ocasiones.

Operación Garzón

El nacionalismo catalán confirmó las malas intenciones del otro bando. Las detenciones y las torturas de independentistas en la denominada Operación Garzón son una muestra de esas intenciones o, a otro nivel, los regateos por el idioma o las banderas. Pero también se dio cuenta de que podía ir más allá. Muchos nacionalistas -en 1992 los independentistas representaban alrededor del 18% de los catalanes- comenzaron a 'pensar en grande'. Los miedos ancestrales comenzaron a diluirse y el sueño reprimido durante generaciones a reverdecer.

Por todo ello, que Felipe VI -que se ha alineado nítidamente con Rajoy en contra del soberanismo- alabe la unidad y lo que se puede llegar a hacer "cuando sumamos el esfuerzo de todos", suena a anacronismo. A la enésima instrumentalización del pasado.